Me impresionó el modo en que Marta Fernández, nuestra periodista pynchoniana, se despidió de Shirley Temple. “Adiós, niña”, puso solo. Y añadió una foto de entonces, de cuando la anciana que ahora ha muerto con ochenta y cinco años era una niña de poquitos. “Mientras más tiempo se tiene, menos queda”, le dijo precisamente una niña a Ernst Jünger en su centenario, y este lo repetía luego como el regalo más bonito. Aunque era algo que el escritor, aficionado a los relojes de arena, ya sabía.
Se ha muerto una niña, pues, pero los niños se están muriendo siempre. Todos llevamos el cadáver de un niño encima, y con frecuencia el adulto no es más que un niño derrotado . Aunque a veces ese niño vive. Asoma en los ojos, en un deje de la voz, en alguna travesura incontrolada o incluso en el regusto travieso por alguna antitravesura. Porque el niño es también el serio. Como escribió Nietzsche: “Madurez del adulto: significa haber reencontrado la seriedad que teníamos los niños al jugar”.
Al jugar, o al cantar y bailar. Hoy traen los periódicos biografías completas de Shirley Temple, pero la mujer que siguió se queda solo para su vida, como un epílogo demasiado largo. No para ella, sino para nosotros. Al verla niña y muerta, casi podemos solapar sus edades como lo hacía Quevedo, al que se le presentaban seguidos “pañales y mortaja”. Thomas Bernhard, el misántropo, venía a repetirlo así: “Una madre se cree que ha tenido un bebé, pero no ha tenido un bebé: ha tenido un octogenario que va meándose por los rincones”.
Aunque en medio hay algo, y si la ansiedad nos deja se puede hasta saborear. Ese día a día que va cayendo como la arena de los relojes; ese día a día del que menos nos queda cuanto más tenemos, y en el que resucita una niña si se pone un vídeo.
[Publicado en Zoom News]