Nací en el 66 y la historia iba avanzando con la inexorabilidad de los cuentos: moría Franco, coronaban al Rey, llegaba Suárez, había extraños días (llamados “de elecciones”) en que no teníamos colegio y durante horas ponían en la tele dibujos animados y películas del Gordo y el Flaco y los hermanos Marx. Aparecían otros: Fraga, Felipe González, Carrillo; el primero y el tercero con historias previas, que yo no conocía (pero es una bestia el niño). Había palabras populares: libertad, amnistía, pactos, Moncloa, Constitución; que se mezclaban con el resto de las palabras. Todo formaba parte del mundo, que avanzaba, como digo, igual que un cuento.
Los adultos ya sabían, pero para los menores se quebró el 23 de febrero de 1981. Yo tenía catorce años. Entonces comprendí que lo que parecía avanzar solo en realidad avanzaba con esfuerzo; que tenía enemigos y no estaba garantizado; que no era un cuento ni una película, sino que estaba haciéndose; que unos querían y otros no; que por eso los adultos estaban a veces preocupados. Aquellos días me compré mi primer periódico. Empecé a fijarme en algo que era distinto tanto de la ficción como de la realidad cotidiana de la casa, del colegio y de la calle: la actualidad, la Historia. Un tipo de realidad más decisiva, que podía afectar a la cotidiana.
Mi primera percepción real de Adolfo Suárez fue, pues, la de su actuación en el golpe de Estado del 23-F. Y luego la de su travesía del desierto; aquellas soledades en los escaños, y el retiro. Todos queríamos (en mi familia, en el instituto) que ganara González en el 82. Pero, entre la alegría por su triunfo, me llamó la atención un comentario del profesor de Historia del Arte (precisamente) sobre la grandeza de Suárez y su aislamiento; y sobre lo mucho que podría hacer aún en el futuro. En esto se equivocó. Suárez ya se había terminado. La suya tuvo algo de trayectoria de deportista. Como escribe Teodoro León Gross, entró en la Historia y siguieron días de diario.
UCD, CDS, logotipos curvos. El centro. Hasta después, mucho después, no nos empezaron a entrar conceptos como sensatez, moderación, aurea mediocritas, justo medio, consideración de lo que hay... Lo asombroso es ver, ahora, que era allí donde estaban el mérito, la épica, e incluso el romanticismo. Que lo otro era enfático y fácil. Suárez era el endeble entre energúmenos cargados de razones franquistas o revolucionarias. Amantes de la pureza que lo despreciaban por impuro; por traidor o tahúr. Enemigos del comercio en el sentido de Escohotado. Aquel centro era, ciertamente, una cama de faquir, en sándwich; con pinchos hasta en el pijama.
Los franquistas, como suele decirse, se califican por sí solos; y si celebran una paella en el cuartel les cae un chaparrón: merecido, porque no se les puede dejar pasar ni una. Pero me irrita que los otros se vayan siempre de rositas; que persistan en su ufanía y lleven cuarenta años (¡un franquismo!) adornándose. Abogaban (y aún abogan) por “la ruptura”, como si fuera nuevo: cuando en fin de cuentas es lo que siempre se ha hecho en España, con resultado de desastre. Rompen así con todo menos con el ceporrismo hispánico, que repiten como la morcilla de su pueblo.
Pero el de la ruptura de verdad fue acaso Suárez, que se saltó nuestra tradición y nos puso fuera del círculo vicioso. Con su manera de actuar habilidosa y astuta, con su audacia pragmática, con sus jugadas de compromiso no con las quimeras ni con los fantasmas, sino con eso a lo que somos tan refractarios los españoles, y que ya lleva tiempo cansándonos otra vez: la realidad.
[Publicado en Zoom News]