El desagrado que sentí al ver que hoy me tocaba columna, y que por tanto no podría pasar en silencio por el décimo aniversario del 11-M, es quizá un síntoma (entre otros posibles) de lo que significa el 11-M: una fuente de dolor, pero también de amargura. El recuerdo (vivo) de un dolor manchado. Cuando el dolor está limpio, aunque sea insoportable, escribir puede resultar catártico. Cuando está manchado, como este, escribir da casi náuseas.
No hubo tiempo para las víctimas. Solo lo tuvieron ellas, las que sobrevivieron: un tiempo atroz. Y lo tuvieron quienes las ayudaron, quienes las consolaron, quienes las confortaron, quienes las acompañaron; quienes pensaron en ellas limpiamente, con un dolor sin mancha.
Aunque el dolor se manchó pronto: de ideología y asco, de sectarismo, de rentabilización electoral, de lucha por el poder y acusaciones, de mezquindad y de bellaquería. A partir de un determinado momento, para abrirse paso hacia la compasión había que apartar paletadas de mierda. Hoy mismo esta columna no puede ser solo sobre el dolor: tiene que ser también sobre la mancha.
Como escribe Guillermo Ortiz, aquel 11 de marzo "aprendimos que éramos unos miserables". Era imposible, ciertamente, no hacer una lectura en clave electoral de la autoría de los atentados. Fuese falaz o no, la lectura en sí se presentaba diáfana. Podíamos avergonzarnos de hacerla, pero en realidad no podía evitarse: formaba parte de nuestro lastre mental, tal vez enfermo; de nuestra manera de interpretar la actualidad de un modo entre periodístico e ideológico.
Esto fue sin duda triste, pero no grave. Lo grave fue cómo, hecha la lectura, muchos no se limitaron a contemplarla melancólicamente: sino que pasaron a la acción. Sabiendo (o creyendo saber) qué era lo que beneficiaba a su partido, se pusieron a empujar en esa dirección de un modo obsceno y absolutamente abominable. El recurso más a mano, ya que era un atentado y había muertos calientitos, era llamar asesinos a los de enfrente. De un modo deliberadamente retórico pero no por ello menos nauseabundo.
Diez años después, la herida no se ha curado en absoluto. Casi cada cual sigue en sus trece, con una autosatisfacción vomitiva. No ha habido duelo. El pestazo dura.
[Publicado en Zoom News]