Hemos vivido unos días ricos en lecciones, aunque mezcladas y contradictorias. Algunas, incluso, han sido antilecciones. Estas son las del anhelo de una política sin políticos, de políticos limpios y algodonosos; superadores de la prueba del algodón que no mancha. Adolfo Suárez llevaba muchos años estando sin ser, en silencio, sin hablar ni molestar. Impedido de la posibilidad de ganarse enemigos con los asuntos que nos queman. El purgatorio que ha de pasar todo muerto en la conciencia de sus contemporáneos, él lo pasó en la última década de su vida. Hemos podido sincronizarnos, pues, con su funeral.
Este Suárez final, sin mácula, ha enlazado con el de sus logros democráticos: el Suárez institucional que favoreció un marco para todos –apartidista en el fondo porque era pre-partidista, posibilitador de partidos– y que por todos puede ser celebrado. Pero en medio hubo otro Suárez: el traicionado y el perdedor de elecciones, el minoritario, el atravesador del desierto. No tiene sentido atormentarse por las penalidades de este Suárez, porque, una vez creado el marco, él pasó a ser un político más, sujeto a las contingencias del resto de los políticos. ¿Por qué no se le votó después? Porque ya había hecho aquello para lo que se le votó. Que es aquello por lo que se le ha celebrado ahora.
De modo que se ha colado de un modo un tanto irracional la rabia. Una rabia, por cierto, arrojadiza, que ha servido también para apedrear a los políticos. Ninguno, en efecto, está a su altura. Y ni el propio Suárez estuvo después a la altura del Suárez inaugural; porque las ocasiones para la altura solo las da la Historia. A Suárez le tocó una y lo hizo bien; y con respecto a los otros expresidentes solo nos cabe imaginar (llevándonos las manos a la cabeza con alguno) qué hubieran hecho en su ocasión.
Ninguno de ellos tendrá un funeral como este. Y lo más llamativo es que parece claro que tampoco lo tendrá el Rey, al que le corresponden méritos parecidos a los de Suárez. Cuando llegue el momento se volcará el “aparato del Estado”, naturalmente; pero sería una sorpresa que a la población no le pillara más en frío. Don Juan Carlos sí ha seguido desgastándose, sin haber podido gozar de una interrupción en el tiempo que nos permita aislar al que también propició la democracia. Quizá se deba a esta melancolía el raro “Adolfo y yo” de su discurso (el cual, por otra parte, era debido y estuvo bien; incluyendo lo que tuvo de anticipación navideña).
Celebremos, pues, la calurosa despedida de Suárez no por lo que pueda tener de homenaje a una falsa pureza antipolítica, sino por lo que tiene de homenaje a la democracia. A la democracia no en abstracto sino en uso: la que solo puede ser con políticos que nunca podrán ser como Suárez.
[Publicado en Zoom News]