El protagonismo del número es indudable. Mi lista no es jerárquica, sino numerada cronológicamente. Anoto cada lectura nueva con su número de orden, lo que promueve que haya un número posterior: es el dinamismo de la aritmética. Como en la vida, conforme se acerca el final se va haciendo nítido el plazo: el instante en el que ya no habrá tiempo para leer más nada. Se acelera entonces el ritmo, acucia la preferencia por las lecturas breves que aumenten la cifra todo lo que se pueda. Es lo que denomino mi fase El Puma, cuyo lema es: "Númerá, númerá, viva la numerasión". Tiene algo de locura, pero me lo paso pipa.
Es cosa del personaje en que uno se ha convertido. Con efectos contagiosos: de mi círculo, llevan también listas, que yo sepa, Toscano, Julia, Lola o mi sobrina Ana (que en su primer año ha llegado a cincuenta y dos libros). Una consecuencia secundaria es que entre finales de diciembre y principios de enero prácticamente solo hablamos de listas. Revisamos nuestras respectivas lecturas (quedamos para hacerlo, preferentemente comiendo pulpo frito) y filosofamos sobre el hecho de llevar listas.
Lo importante, en fin de cuentas, como con todo, es su relación con la vida. El año termina viviéndose de una manera entre negligente y atropellada. No se prestigia lo suficiente el tesoro que es cada día. El río del tiempo (metáfora tan socorrida como certera) se lo va llevando todo y el 31 de diciembre queda como una masa de experiencia inarticulada. Es el momento de sacar la lista de lecturas, que en sí misma es otra lectura, la última lectura (aunque falte en la lista): el año se reconstruye.
Jalonado por lo que uno fue leyendo, en su orden, el resto de lo vivido se ordena también. Reaparecen piezas y relaciones, el año que sepultamos recobra valor. Lo esencial es que siempre hay más vida de lo que parecía. La lista es una gran intensificadora.
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En El Español.