Supongo que era cuestión de tiempo. Que los gobernantes (esos seres tarados por definición; particularmente en las autocracias) dispusieran del arsenal nuclear garantizaba el uso, tarde o temprano, de ese arsenal. Y si no ocurre con el Putin de ahora, ocurrirá con otro Putin inminente, no necesariamente ruso. El optimismo de Fukuyama sobre el fin de la historia entre países cargados de armas atómicas, eludiendo esta tensión, era de una blandura risible. Salvo que el fin de la historia fuese en el lote del fin de todo lo demás. (Un Fukuyama sarcástico es el que se podría salvar, ya para nadie.)
Por lo demás, vemos ahora que en 1989, con la subida del telón de acero, no terminó nada. Quedaba una esquirla soviética, Putin. Como en Alien, el monstruo de la URSS seguía a bordo, alojado en la última pieza de aquel régimen. Tiene su gracia trágica. En solo diez o quince años más ya estaría muerto, y de la URSS apenas restaría memoria secundaria: con otros sátrapas, remedos mafiosos de los zares, pero ya no soviéticos. Pero el último agraviado, un necio nacionalista como todos los nacionalistas, dispone del botón compensatorio. Su vida no vale nada y por eso tampoco vale la de ningún ser humano. No aceptará que siga existiendo un mundo en el que él sería el hazmerreír.
En las décadas de la disuasión nuclear, las de la guerra fría (que sepultaba el máximo calor imaginable), pensábamos a menudo en el polvorín sobre el que vivíamos. Me recuerdo de niño y adolescente dedicándole minutos al tema, con una preocupación fantasmagórica que no dejaba de ser preocupación. La ansiedad se conjuraba en películas, como la famosa El día después. Proliferaban historias con paisajes postapocalípticos. Persistía un miedo de fondo y Eugenio Trías escribió que el hongo más alucinógeno era el nuclear.
La teoría de la disuasión era a la que nos agarrábamos para calmarnos. No había otra. Pero yo, mientras me agarraba también a ella, no dejaba de pensar en la posibilidad de un psicópata. Un psicópata cuya probabilidad fuera creciendo con el transcurso de los años; es decir, conforme fuera creciendo el muestreo, por la mera sucesión de gobernantes desde el momento de Hiroshima. Porque lo cierto es que la historia es milenaria, mientras que las bombas atómicas llevan solo unas décadas. Demasiado poco para tranquilizarse.
El caso es que la Unión Soviética cayó, se dio por concluida la guerra fría y no se pensó más en la guerra nuclear. Los países, sin embargo, seguían con sus arsenales. Solo Ucrania le entregó el suyo a Rusia, sin sospechar que se haría cargo de él el último dictador soviético. Pero esto se ha visto más tarde. Entonces, durante treinta años, se impuso una especie de triunfo transparente de la disuasión. Las piezas nucleares se disponían como en un tablero de ajedrez, dándose por supuesto que había unas reglas, y que los jugadores sabían lo que se traían entre manos.
Pero olvidar que entre los seres humanos surgen con demasiada frecuencia tipos indeseables, susceptibles de estar al mando de las naciones, sí que era una alucinación.
Con ella tenemos que vivir, con todo. De momento, armándonos hasta los dientes. Y pensando (fantaseando) que no, que no sucederá. ¿Qué otra cosa podemos hacer?
* * *
En The Objective.