1.3.22

¡Abominable Clío!

Después de varios días de guerra, como espectadores esta vez implicados, hemos encontrado una rutina intensa pero atolondrada, repartida entre el atracón informativo y el desahogo en las redes sociales. Pero hay que volver al estupor inicial, ya casi enterrado: el de los primeros minutos de la invasión. Entonces se veía claro el abismo y se sentía con contundencia el vértigo: era la reacción que se correspondía con la realidad. Cuando esta es nueva y nos abofetea sin costumbre, sin la amortiguación de la costumbre. Esa irrupción innecesaria.

Cada uno está con sus problemas y de pronto adviene un problemón colectivo. La obscenidad es máxima cuando se debe a la decisión irrisoria de un tipejo: el puto Putin, alterando el mundo. Un pobre hombre que se dedica a lo que se dedica, el poder sin alegría. Un galápago de la geopolítica. Como si no tuviéramos cosas más importantes que atender. Ahora todo es ocuparse de lo que destroza, reparar sus destrozos, destrozarlo a él. Tareas subalternas que nos roban la vida. Un cretino usurpador de nuestro tiempo.

Pero la historia es eso, lo que quiebra nuestra cotidianidad; no la de un individuo, algo que puede ocurrir en cualquier momento, sino la de todos a la vez. Nos habíamos olvidado de ella; mejor dicho, nos habíamos habituado a vivir sin sus interrupciones. En España tuvimos recientemente el aviso del independentismo catalán, con su golpe a la democracia. Y el mundo ha sufrido la extenuante pandemia de estos dos años. Pero una invasión a la antigua, por parte de una potencia nuclear, es otra cosa. Con ella se vuelve al pasado, se reviven pesadillas. (Se vuelve al pasado: la historia, lineal, incurre en errores ya cometidos; hay una pereza anticipada, que no aminora el sufrimiento.)

"¡Abominable Clío!", sentenciaba Cioran, particularmente desesperado por las atrocidades de la historia en los países del este europeo. Clío es la musa de la historia. El aforismo del rumano, que viene en su libro Desgarradura, consiste solo en esa frase. Pero en una entrevista dice al respecto: "Durante muchos años desprecié todo lo relacionado con la historia. Y por experiencia sé que lo mejor es no prestarle mucha atención, no detenerse en ella, pues representa la mayor prueba de cinismo imaginable. Todos los sueños, filosofías, sistemas o ideologías se estrellan contra lo grotesco del desarrollo histórico: las cosas ocurren sin piedad, de un modo irreparable, triunfa lo falso, lo arbitrario, lo fatal. Es imposible meditar sobre la historia sin sentir hacia ella una especie de horror. Mi horror se ha convertido en teología, hasta el punto de creer que no se puede concebir la historia humana sin el pecado original".

Una característica de la historia es su carácter acumulativo, de ahí el espejismo de que se va avanzando, se va aprendiendo. Pero las lecciones las aprenden una o dos generaciones; tres como máximo. Luego se olvidan y se vuelve a las andadas, como si solo resultase pedagógico el dolor personal, intransferible. Ahora Rusia invade Ucrania y hay guerra. Lo hemos visto mil veces: los soldados, las explosiones, los heridos, los muertos, los prisioneros, las filas de los que escapan. Es una coreografía antigua en perpetuo riesgo de estetización desde fuera, aunque esta vez estemos amenazados. De nuevo: hay que situarse en el abismo, en el vértigo, en el desgarro de los que lo viven. En el lugar en que la historia se hace carne (carne doliente) como si nunca antes hubiera ocurrido.

Esto ha sido lo normal en términos históricos, precisamente. Agradezcamos el privilegio de haber vivido unos lustros libres de Clío, pero ese privilegio ha caducado. 

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