Trata de la historia cultural y política de América Latina durante el siglo largo (121 años) que va de la muerte de José Martí (1895) a la de Fidel Castro (2016): principio y fin en Cuba, como lugar de irradiación; irradiación que sigue. Con la liberación de la última colonia española en 1898, irrumpe una nueva sombra sobre Latinoamérica: la de Estados Unidos. En el ensayo fundacional del uruguayo José Enrique Rodó, Ariel (1900), se plantea la disyuntiva entre la América anglosajona y la latina, cuya identidad debe buscarla esta última por oposición a la primera. Una desgracia fatal es que en el lote anglosajón, junto con la funcionalidad, el pragmatismo, el individualismo o el materialismo del dólar, va la democracia.
Granés explica cómo esta búsqueda de la identidad latinoamericana, que en principio era general, se desgaja enseguida en los particularismos nacionales. Al cabo, es el nacionalismo de cada país el gran motor identitario, que combinado con el militarismo y el populismo, más un indigenismo de carácter mayormente victimista, conduce al prolongado desastre de la historia latinoamericana: una historia dominada por la inestabilidad, las crisis, los traumas, las dictaduras y las democracias fraudulentas, injustas, desiguales y débiles. El autor pormenoriza todos los elementos, con un virtuoso relato analítico en el que va combinando la simultaneidad de los distintos movimientos y países con la linealidad conjunta del avance histórico; una maestría narrativa, en elegante prosa ensayística, que la profesora Dunia Gras ha comparado con las grandes novelas del boom.
En este complejo panorama se podrían destacar cuatro hitos: la revolución mexicana; el militarismo de corte fascista promovido por Lugones; el populismo de Perón (fórmula triunfante a la postre, con contagios fuera de América Latina, incluido en España); y la violencia revolucionaria alentada por la victoria castrista. Todo se termina mezclando y hay bandazos a derecha e izquierda, a veces entre los mismos protagonistas, pero algo permanece: el desprecio por la democracia liberal, la tendencia al autoritarismo. Este es el principal delirio.
La historia política de que se ocupa Delirio americano deprime pero no aburre. Y además incluye otra historia todavía más seductora que la anterior: la cultural, con que Granés la trenza, en un brillante despliegue que va del modernismo al actual gótico latinoamericano, pasando (es lo más irresistible del libro) por el rico mundo de las vanguardias, con sus excéntricos personajes. La conclusión, estricta creatividad aparte, no es demasiado honrosa para el gremio de los intelectuales, los escritores y los artistas: no ha habido dictadura, matanza, represión o ruina sin su aval, y en múltiples casos sin su incitación y colaboración directa. También las padecieron, naturalmente. Pero son contados los casos de lucidez ilustrada, de inquebrantable defensa de la libertad. El último Huidobro, por ejemplo; los poetas mexicanos de Los Contemporáneos (equivalentes más o menos a nuestra Generación del 27); artistas como Rufino Tamayo y José Luis Cuevas; Octavio Paz y Vargas Llosa; o los admirables surrealistas peruanos César Moro y Emilio Adolfo Westphalen (¡qué emocionante ver siempre en su sitio a los discípulos de André Breton!).
No puedo concluir sin resaltar la importancia que tiene en el libro Brasil, país que es una de mis pasiones y que, pese a la singularidad de su portugués, sigue la corriente latinoamericana común. Se habla desde Oswald de Andrade y Tarsila do Amaral a Caetano Veloso y su Tropicália, pasando por el presidente Getúlio Vargas, su ministro Capanema o la construcción de Brasilia. Precisamente en una canción de Veloso, Podres poderes [Podridos poderes], hay una exacta síntesis premonitoria de Delirio americano: "Será que nunca faremos senão confirmar / a incompetência da América católica / que sempre precisará de ridículos tiranos?". Solo esfuerzos críticos como el de Carlos Granés podrán, quizá, quebrar ese nunca, ese siempre.
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En The Objective.