El sábado fui a ver la película de Woody Allen y el domingo la de Víctor Erice. Es noticia porque hacía muchísimo que no iba al cine (si esto es noticia). Las últimas veces fue con una amiga en Madrid, en mis visitas, y sin pretenderlo nos metíamos fatalmente en peñazos. "Hemos tenido muy mala suerte cinematográfica", le dije el último día. "Hemos tenido muy mala suerte en general", sentenció ella.
Por eso ir al cine, ahora solo, dispara sensaciones antes de que empiece la proyección. Ir un sábado o un domingo a las cuatro y media sin acompañante, en Málaga, requiere personalidad. Personalidad que, no obstante, conlleva un cierto vencimiento, que se traduce en que quisiéramos que no nos viese nadie: así estábamos los lobos y lobas solitarios, distribuidos misantrópicamente por la sala como en una sesión porno. A nuestro alrededor, parejitas y matrimonios, y viejecitas en grupo para las que el cine era el preludio de la merienda.
Con Woody siempre hubo un plus emocional por mi parte: independientemente de la película en cuestión, me absorbía en una burbuja entre melancólica y feliz, que se prolongaba en mi paseo a la salida. Pero en esta ocasión no se ha producido, apenas una insidiosa frialdad persistente. Es la primera vez que me pasa. Tanto pensar que con cada película de Woody podía ser la última vez, porque no habría más películas de Woody, para que al final me haya pasado cuando aún había una película de Woody...
Dicen que Golpe de suerte es mejor que las anteriores. Yo me niego a juzgar las películas de Woody por su calidad. Me agradó que fuese en francés y que tuviese un aroma a cine francés, entre Rohmer y Chabrol. Y que sonase esa música de Herbie Hancock que ponían mucho en Área reservada de Radio 3, lo que me llevó a tardes en el coche camino del trabajo en los noventa. La película me gustó, claro. Ninguna película de Woody no me gusta. ¡Hasta Vicky Cristina Barcelona me gusta! El asunto de Golpe de suerte es puro Woody: los juegos del azar o el destino, la prodigiosa chiripa existencial; el milagro cotidiano de haber nacido y estar aquí, ese absoluto escándalo estadístico, bien reflejado en la película. Pero no llegué a sentir lo de otras veces, ni todo lo demás. Algo se había esfumado. Soy sin duda yo. Esta época desactivada.
La de Erice la vi con interés y también me gustó. Pero más que por su valores cinéfilos, Cerrar los ojos me impregnó de una decadencia que me venía al pelo. De pronto caí en las canas de casi todas las cabezas de la película: ¡campos de algodón, que se extendían al patio de butacas! Es una película sólida y eché de menos más películas de Erice en todas estas décadas usurpadas (¡abaratadas!) por los Andrés Vicente Gómez. El problema, como decía un amigo, es que Erice pone un entramado guionístico complejo y sugerente, fotografía perfecta, músicas adecuadas, encuadres, movimientos de cámara y cortes (¡o fundidos en negro!) de gourmet del cine... y luego todo eso tienen que encarnarlo menesterosos actores españoles. Que no están mal, pero que no llegan a la altura.
Pero la última escena, la de los ojos cerrados, hipnotiza. Me acordé de la traducción que Molina Foix propuso para Eyes wide shut, excelente aunque la descartaron: Ojos cerrados de par en par. Para el cine interior.
Tanto el sábado como el domingo la película acabó cuando la tarde resplandecía en Málaga. Una luminosidad (¡cielo y palmeras!) para nada. Caminé a casa confiando en una pronta reactivación.
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En The Objective.