Durante años he tenido la insidiosa sensación de que las mismas masas que se entregaban al prime time televisivo (por eso era prime time) eran las que decidían, y con el mismo criterio o el mismo gusto, quién nos gobernaba y quiénes ocupaban los escaños del Parlamento. Fauna esta que los demócratas aceptábamos democráticamente, pero sin sentirnos obligados a aplaudir.
Me imagino que por simpatía entre los dos niveles (¿no se llamaba ósmosis, según recuerdo de mi ya lejano bachillerato?) el Parlamento se ha convertido en el principal programa de la televisión basura de este país.
Qué mal rato cada vez que hay una sesión. Qué amargura. Ahora, supongo, sí que nos representan. Es para echarse a temblar. Como con la televisión basura, evito verlo. Y, como con la televisión basura, me llegan en cualquier caso sus pegotes de porquería: en minivídeos, en titulares, en comentarios. Los grandes momentos infames.
Los cronistas parlamentarios son indispensables. Ellos se lo tienen que tragar entero. También los analistas políticos. Yo estoy en otra cosa (me lo puedo permitir gracias a que existen ellos): en comentar, en pensar y relacionar algunos aspectos, en hacerme cargo de estados de ánimo. ¡En expresarme! Solo soy (lo digo siempre) un lector de prensa que escribe en prensa. Sufro el bofetón de las noticias como cualquier lector. Aunque puedo responder un poco con palabras. De manera inútil, testimonial.
El Parlamento es un ámbito más de los degradados por Sánchez, el presidente degradante. Lo que hay ahí metido no tiene nombre. También (sobre todo) en el PSOE. Curiosamente, las audiencias no acompañan. Hasta los espectadores de la televisión basura huyen de nuestro primer programa de la televisión basura.
En la legislatura anterior ya era insoportable. En esta recién empezada, presidida por Armengol, la insoportabilidad se aplasta sobre la insoportabilidad. Verlo es no respetarse a uno mismo, como no se respetan los parlamentarios: ni a los otros ni a sí mismos igualmente. El Congreso es lo contrario a una cámara respetable.
La Constitución española, cuyo cuarenta y cinco aniversario se cumplió (iba a decir celebramos) la semana pasada, tiene una virtud: es la Constitución de un país democrático. Es lo que hay en democracia, y no hay otra cosa digna de ese nombre (y si lo hubiera con otro nombre, tendría que ser muy parecida). Por eso los que la eluden, tergiversan, traicionan o combaten están condenados a la aberración.
Como es una Constitución naturalmente de todos, solo se puede estar fuera de un modo particularista y aberrante: de un modo, por recurrir a los griegos, idiota. De ahí los numeritos, la corrupción moral, los discursos tramposos y bajunos, las sartas de amenazas, las risotadas del poder... Es una anormalidad condenada a serlo por cuanto que la normalidad es el Estado de derecho, la democracia.
Si no entra (en la mollera y en las tripas) que la amnistía es inconstitucional, que es una vileza negociarla con el delincuente prófugo de la Justicia (¡democrática!) que se va a beneficiar de esa amnistía, en una transacción cuyo otro beneficiario es el que va a salir presidente, es que no hay nada que hacer. Es una de esas ocasiones en que lo único que se puede decir es: "Si tengo que explicártelo, es que no vas a comprenderlo". Y más cuando no hay la menor voluntad de comprensión, sino solo cinismo.
Como demócrata, no considero que haya ninguna solución extraparlamentaria. Por lo tanto, no hay solución.
* * *
En The Objective.