El debate sobre el estado de la nación tapó ayer una espléndida noticia: la celebración misma del debate sobre el estado de la nación. Parecía una costumbre consolidada, pero el año pasado no hubo. Ese fue uno de los dos grandes errores del primer Rajoy (el otro fue aplazarlo todo hasta después de las elecciones andaluzas). Con aquella negativa, Rajoy se convirtió en el antisistema mayor del reino. Y yo, que soy un “sistema”, me enfadé muchísimo. “Con la que está cayendo” –por usar la frase de moda– no podemos permitirnos jugar con el paraguas.
Y el paraguas sigue siendo la cada vez más denostada (¡de nuevo en la historia!) democracia formal. Defenderla es hoy un ejercicio ascético, y más formal que nunca: porque parece que todo falla en el contenido y solo nos queda el marco. La amenazan, por un lado, quienes se creen mejores que los políticos; y por el otro, los propios políticos, que son ciertamente peores. Quizá va siendo hora de respetarlos aunque no se lo merezcan: solo por los aspectos formales. Más allá de gustos y disgustos, aceptar que son nuestros representantes, por definición.
En cuanto al debate entre Rubalcaba y Rajoy en sí, no dejó de tener por su parte un cierto juego formal: era el ping-pong de siempre pero más abstracto; con una simetría melancólica pero formalmente bella. Lo único sólido que tienen hoy PP y PSOE es lo malo. De manera que lo único sólido que podía hacerse era hablar de lo malo. Como no suele hablarse de lo malo de uno, cada cual habló de lo malo del otro. Pero yo, que había optado por despersonalizar la jornada, me imaginé que era Rajoy el que hablaba Rubalcaba, y que era Rubalcaba el que hablaba cuando hablaba Rajoy. Cada uno autorreprochándose sus males con crudeza. Como si estuviesen en una catártica terapia de grupo.
[Publicado en Zoom News]