Quienes vivimos a disgusto el tostonazo de ser español hemos agradecido siempre alternativas peninsulares más dignas, como la que encarna Portugal. Uno cruza la frontera y encuentra otro tono: mayor educación y cuidado, una suavidad que viene de la más civilizada de las conciencias, que es la conciencia del fracaso, y un apagamiento que fomenta la profundización interior. Al escribir esto me viene, como una bofetada, la refutación de Mourinho: pero Mourinho era una excepción también en esto. (Algo que contentará a los mourinhistas y que a mí me permitirá proseguir con el artículo).
Cataluña también se postulaba antes como una posible salida. Los que no somos de allí la percibíamos como un trozo de España escapándose ya hacia Francia e Italia. Como en un fundido de transición, casi podía verse lo español mutándose en francés e italiano. Iba como apuntándose otra posibilidad prometedora de ser mejor en la Península. Para esto, naturalmente, no había que hacer mucho énfasis: solo dejarse llevar por la vida y por el cosmopolitismo (con la ayuda indudable de la prosperidad); ventilarse un poco. Pero –parafraseando a uno de los catalanes ventilados, Jaime Gil de Biedma– ha pasado el tiempo y la verdad desagradable asoma: el nacionalismo llegó a convertirse en el único argumento de la obra.
Y aquí en la Península, cuando se achica el espacio, nos sale un único producto posible, pertinaz como los melones: el españolito. Así nuestros nacionalistas. Hace ya tiempo que vengo diciendo que lo que queda de España es justamente la Cataluña catalanista. Si bajase hoy el socorrido marciano de las argumentaciones –que podría ser el Gurb de Eduardo Mendoza, otro catalán ventilado– y quisiese conocer la cerrazón hispánica, se la hubiésemos podido mostrar el sábado en el Nou Camp, durante el concierto por la independencia: “Haga usted abstracción de los colorines de las banderas, señor marciano”, le diríamos, “y era eso, era eso”.
Musicalmente lo era además en un grado regocijante. Uno a estas alturas piensa que debe de haber un topo en el catalanismo. No es posible que, aparte de estreñidos tristones tipo Lluís Llach, en un concierto antiespañol canten Ramoncín, Dyango o Peret. No es posible que una patria (¡que no sea Kentucky!) admita ser patrocinada por el Rey del Pollo Frito. Ni que exhiba como conquista a ese Perales con tortícolis que es Dyango, que hasta parece de Cuenca. El de Peret es un caso aparte, más digno: un verdadero artista y un cachondo en el buen sentido de la palabra. Yo me imagino que, en su caso, se ha tratado solo de que su gen gitano –ancestralmente apaleado– ha detectado quién manda ahora y allí ha ido (como iba a las películas y eurovisiones del franquismo), no vaya a ser. Pero muy desesperado debe de estar el catalanismo para invitar a alguien que, como dijo el amigo Goslum, podía cantarle al estadio: “Borriquito como tú, y tú, y tú...”. Una vez más, acertando. Como cuando se lo cantaba a la España cañí.
[Publicado en Zoom News]