El otro Bárcenas era un bar, y para mí fue en realidad el primero. Desde que empezó a hablarse del de ahora, el Bárcenas de los sobres y las cuentas en Suiza, no he dejado de acordarme de aquel. Así las noticias tienen un eco oculto en cada cual, según sus vivencias particulares. Y el periodista que escribe “Bárcenas” no sabe que al lector va a llegarle también una evocación que él ignora. Es la sombra (no necesariamente oscura) de las palabras.
El Bárcenas extesorero del PP está en prisión, y Casa Bárcenas estaba en la malagueña plaza de Uncibay, que es mi nombre favorito de lugar urbano junto con la rua Visconde de Pirajá, de Río de Janeiro. Pensando en Bárcenas estos meses, con el bombardeo de Bárcenas, me he dado cuenta de que su historia contiene algunos elementos que podrían funcionar como parábolas. Los cuento aquí, aunque sin tener el mal gusto de cerrar los significados. Podrían referirse a Bárcenas, o no. En cualquier caso, se refieren a Bárcenas.
Fue el primer sitio del que me fui sin pagar: porque era fácil y porque daba una cierta euforia. La disposición del local casi invitaba a ello. Tenía una barra larga por el pasillo de la entrada, y había un salón hondo, con mesas, en que se perdía la vigilancia. Nos terminábamos la cerveza (eran los tiempos universitarios) y nos íbamos sin más. Nunca nadie nos dijo nada. Los camareros estaban siempre demasiado atareados, y la barra parecía una frontera sin aduaneros. Cuando regresábamos otro día, nos servían como si tal cosa.
Yo abandoné la ciudad un par de años, por los estudios, y cuando regresé el sitio se había degradado. Me contaba un amigo, el Macías, que había establecido allí su “oficina” una especie de mafiosete, el Ayuso o algo así (no recuerdo el nombre, pero le llamaré el Ayuso). Llegaba con su pequeña banda de marginales, pedían que sonaran Los Chichos o Los Chunguitos, se sentaban en la mesa del rincón y se ponían a jugar al parchís. El Ayuso ganaba siempre. Un día había sacado una navaja, y todos sabían que la llevaba en el bolsillo. Por eso, cuando le faltaba un cuatro para comer y le salía un dos, él decía, acariciándose el bolsillo: “¡Cuatro! Porque esto es un cuatro, ¿verdad? ¿O alguien piensa que no es un cuatro?”. Todos asentían. Él avanzaba cuatro casillas, comía y se contaba veinte.
Los dueños no sabían qué hacer, pero hicieron lo más brillante. Aprovecharon el día de cierre para cambiar el carácter del sitio. Lo que antes era una taberna más o menos popular, lo convirtieron en un bar pijo: paredes rosas, pósters cursis, macetitas y música de los 40 Principales. El Ayuso y los suyos no duraron ni un parchís más. Llegaron, vieron, se sintieron desubicados y se fueron. No recuerdo cuánto tiempo más duró Bárcenas, pero acabó cerrando. Luego el local estuvo vacío, creo que años, hasta que volvió a abrir reencarnado en sidrería, y con un nombre que seguía la misma secuencia que el extesorero del PP: La Reja.
[Publicado en Zoom News]