El gran periodista argentino Jorge Lanata, cuyo programa Periodismo Para Todos sigo por internet, suele recordar que el dinero que se llevan los corruptos no es un dinero neutro, sino que tiene una encarnadura determinada. El dinero que tiene el corrupto es un dinero que no tienen otros sitios: los colegios, los hospitales, los laboratorios o las carreteras. Ocurre también con el espacio: el que ocupa un edificio fraudulento en la Marbella de Gil y Gil no lo está ocupando el parque al que estaba destinado. Y ocurre con los empleos: los cincuenta y cinco pseudoinformáticos del Tribunal de Cuentas les están quitando el puesto a cincuenta y cinco informáticos de verdad. El corrupto no toma lo que no era de nadie (Carmen Calvo dixit), sino lo que es de todos, de cada uno.
En nuestro mapa podrido están los grandes corruptos, los del ERE, los del Gürtel, los de Nóos..., quienes, aunque no termine de meterles mano la Justicia –o, si lo hace, los resultados sean decepcionantes–, figuran al menos en la prensa. Es decir, que hay constancia de ellos. Y están los pequeños corruptos cotidianos (el famoso fontanero que burla el IVA, etcétera), de los que, a su escala menor, hay igualmente constancia. Pero existe una franja de corruptos pasivos en la que se repara apenas: la de los enchufados y los que han logrado vivir del Presupuesto de manera legal pero sin méritos. Son las sanguijuelas que le chupan la sangre al Estado: con un efecto insignificante en cada caso en particular, pero notable por acumulación.
Yo tengo noticia de un individuo cuya trayectoria económica es de una limpieza total: el 100% de sus ingresos han sido de dinero público, y lo seguirá siendo hasta que se muera; a cambio de lo cual no ha tenido que dar ni golpe. Su padre, alto funcionario de un ayuntamiento de la costa, lo enchufó en cuanto cumplió dieciocho años. Como el padre mandaba mucho, al individuo no se le exigía trabajar, ni siquiera estar presente en su puesto. Así que llevó una vida regalada (literalmente regalada) durante años. Cuando el padre se jubiló, el individuo, que ya rondaba la treintena, logró apañárselas para obtener una baja permanente a cuenta de una vaporosa enfermedad. Un arco nítido: de enchufado a pensionista. Una sanguijuela absoluta, hasta que el hecho biológico libere esa partida presupuestaria.
Pienso en este individuo, y en los cincuenta y cinco pseudoinformáticos colocados en el Tribunal de Cuentas. La vida es muy larga, y una vida gratis lo es más aún. Hay que rellenarla con algo. Por ejemplo, con opiniones políticas. Incluso con opiniones políticas progresistas. Y hasta con opiniones contra la corrupción. Como si ellos estuviesen fuera del pastel. No sé si este es el país del enchufado, pero sí es, desde luego, el del enchufado con ínfulas.
[Publicado en Zoom News]