13.5.20

Encerrado con un solo juguete

Los paseos que ya podemos darnos, con disfraz deportivo (tiene gracia que el mismo chándal que fue nuestro uniforme de preso sea el que nos permite escapar), ha suavizado tanto el confinamiento que ya no lo parece. Pero queda el recuerdo de la fase dura, estas semanas de asfixia en que cada cual abría como podía sus boquetes.

El mío ha sido solo uno: la lectura. Un boquete y un juguete, el juguete infinito. He visto telediarios, he escuchado a Alsina y he estado (demasiado) en Twitter, pero la lectura ha sido mi mundo paralelo, en un momento en que no había mundo. O sea, la lectura ha sido mi único mundo.

Ni siquiera he hecho consumo audiovisual. Tenía ganas solo de leer, nada de series ni películas, como para acentuar (despóticamente) mi preferencia por los libros. Hasta que uno, las memorias de Fernando Fernán Gómez, El tiempo amarillo (Capitán Swing), me llevó a ver los programas sobre Fernán Gómez que hay en YouTube y tres películas (buenísimas) de las que dirigió: La vida por delante (1958), La vida alrededor (1959) y El mundo sigue (1963).

Y revisité, naturalmente, La silla de Fernando. Escogí el libro, de hecho, por una parrafada que recordaba de este delicioso documental que le hicieron David Trueba y Luis Alegre. Cuando cayó el cerco de Madrid en la guerra, Fernán Gómez lo único que quería era salir y andar. “¡Andar, andar!”, decía. Y así llegó a Leganés. Con una sensación de “inauguración del mundo”.

He tenido suerte con mis lecturas de confinamiento. Tampoco he sido tonto escogiéndolas. Menciono algunas más que también recomiendo (varias las tengo en marcha):

El Quijote en la edición “en castellano actual” de Andrés Trapiello (Destino y Austral), que se lee con una gozosa fluidez semántica, en una prosa de neto sabor cervantino.

De Trapiello he leído también la novela Días y noches (Espasa), tristísima: sobre el desmoronamiento del ejército republicano al final de la guerra civil, el cruce de la frontera a Francia por los Pirineos, el campo de concentración de Saint Cyprien y el exilio a México en el Sinaia.

Los Cuadernos (1957-1972) de Emil Cioran (Tusquets), donde está el Cioran de siempre en su esplendor (oscuro); con un añadido beneficioso: detalles cotidianos, biográficos, que aparecen por aquí y por allá, punteando el pensamiento... y las agonías.

El Borges de Adolfo Bioy Casares (Destino), en que este recoge sus conversaciones con Jorge Luis Borges a lo largo de cuarenta años. ¡Un festín de inteligencia, de conocimiento literario, de anécdotas, de ironías y de maldades! Y también, por cierto, de comentarios útiles para la escritura y para la vida.

Lo mucho que te amé de Eduardo Sacheri (Alfaguara), una historia ambientada en el Buenos Aires de finales de la década de 1950 (y años siguientes) que se lee como una película: una película hecha de frases con valor literario. Cuatro hermanas con sus novios (y el peronismo y el cine), y una historia de amor reprimido. Recrea muy bien un cierto ambiente de cotidianeidad mediocre, con sus vacíos, que me ha recordado al de otra novela que se reivindica ahora: Stoner de John Williams (Baile del Sol).

A infância de Portinari de Mário Filho (Bloch), una recreación prodigiosa de la infancia del pintor brasileño Cândido Portinari en Brodowski, una pequeña población del estado de São Paulo. El libro, editado en Río de Janeiro en 1966, es una obra maestra que me ha dejado admirado, asombrado: cada página brilla. Pero mi sorpresa ha crecido al saber que este libro no existe en la literatura brasileña: no se ha vuelto a editar en portugués, ni se ha traducido a ningún idioma. Tal vez se deba a que su autor era muy célebre en otra faceta, como cronista deportivo: el estadio de Maracanã lleva su nombre. Confío en que algún día lo recuperen.

Una Odisea de Daniel Mendelsohn (Seix Barral) es un ensayo narrativo, con erudición y emociones. El autor, profesor de filología clásica, da un seminario sobre la Odisea de Homero, al que su padre le pide asistir. El libro combina, pues, la relación del autor con su padre y las reflexiones sobre la Odisea, con aspectos en los que no se suele caer. El resultado es notable.

Niveles de vida de Julian Barnes (Anagrama) es ya uno de los grandes libros de duelo por la muerte de la amada, comparable a Una pena en observación de C. S. Lewis (Anagrama también). Lo leí después de que lo citara Fernando Savater, autor de otro buen libro reciente de este género desolado: La peor parte (Ariel). Con su finura habitual y una penetración conmovedora, Barnes habla del amor, la seducción, los globos aerostáticos y el hundimiento del mundo por la pérdida de la persona que lo sostenía.

El 6 de abril, día del encuentro con Laura, empecé el Cancionero de Petrarca, en la traducción rimada de Ángel Crespo (Alianza): también sobre la pérdida de la amada –en vida y en muerte.

El Diario de cabotaje de Rafael García Maldonado (Anantes), al que ya le dediqué una columna: “Un diario logrado”. Su poso ha ido creciendo con el tiempo. En los días más duros de la pandemia, el autor, que es farmacéutico, estaba desbordado en su farmacia... al tiempo que su libro recién salido no podía venderse por el cierre de las librerías. Se merece una reparación.

Reina de Elizabeth Duval (Caballo de Troya) es una novela autobiográfica excepcional, tal vez la que más rabia me ha dado que haya visto interrumpida su difusión por la cuarentena. Pero es tan brillante e iba tan lanzada, con tanta soltura, que tal vez este revés le siente bien, porque le añade un toque trágico. El libro seguirá ahí para quienes vayan pudiendo accediendo a él, algo a lo que yo animo. Cuando lo leí, me dije: “vuelve la vieja libertad”. No la libertad formal, sino la libertad que se ejercita: incurriendo en el libertinaje, por supuesto. El agudo Pablo Muñoz destacaba un rasgo: el “pudor”. Y esta es una de sus cualidades más seductoras. Pero, como es también un libro promiscuo, podríamos decir que se trata de una “promiscuidad pudorosa”: lo que lo hace definitivamente irresistible. La autora cuenta, en forma de diario, con profundidad y ligereza, las andanzas de su personaje (un personaje conscientemente constituido, “novelesco”) por París en sus años universitarios, que siguen siendo estos (Duval nació en el 2000). Hay vida, sexo, relaciones, identidad, máscaras, filosofía, política, poder, estética, literatura y reflexión sobre la literatura. La autora, que se considera “activista trans”, tiene la inteligencia de no dejarse atrapar por ningún “colectivo”. Es un espíritu (¡y un cuerpo!) libre y su discurso es singular.

Por último, La luz del sol de Álvaro Galmés Cerezo (Pre-Textos), el libro más hermoso que hay ahora en las librerías cerradas: háganse también con él cuando las abran. Es un ensayo, bellamente escrito, que recorre las doce horas del día; no las horas mecánicas del reloj, sino las que la luz del sol configura. Con referencias pictóricas, arquitectónicas, musicales y literarias, enraizadas en su experiencia de contemplador del sol, el autor compone un viaje por el día que es un tratado sobre la atención a la luz, y una invitación a sus placeres. Qué intenso ha sido leerlo en el encierro, sin sol. Aunque el sol estaba en sus páginas.

(Tampoco hoy me olvido de los muertos por coronavirus en España: 26.920 –oficialmente– al terminar este artículo.)

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En The Objective.