31.10.20

Hacer cosas

[Dietario]

Mal, con el mar. Me encontraba en el mirador metafísico, un balconcito de la senda litoral, a la altura de Torrequebrada, con unas vistas limpias al horizonte azul y al perfil de Fuengirola, hacia poniente, cuando sonó el teléfono. Era el escritor Eduardo Jordá, mallorquín que vive en Sevilla. Hacía mucho que no hablábamos y me preguntó: “¿Cómo estás? Bueno, mal ¿y qué más?”. Nos reímos, pero entonces se me ocurrió la respuesta exacta: “Mal, con el mar”. En efecto, la vida que llevamos los malagueños, por desgraciada que sea, tiene siempre ese colchón, ese descanso, esa alegría. Algo bueno, muy bueno, que hay que restárselo a lo malo.
 
Otra Málaga. Solo conocía el paraje de la desembocadura del Guadalhorce de verlo desde la carretera. La fotógrafa Marta O Nilsson me había dicho que era una reserva secreta de Málaga, a la que ella solía ir, pero hasta que no me he acercado a ver la pasarela nueva no he sabido lo que era aquello. Es un territorio fascinante, lleno de caminos entre las cañas y descampados junto al río. Lo que pasa es que ahora está lleno de gente, por el reclamo de la pasarela (yo soy una de esas personas), y antes no había nadie. La sensación es de estar en otra Málaga, también cuando uno pasea, como estoy haciendo últimamente, por los alrededores del Palacio de los Deportes y hacia Sacaba Beach. Aquí hay un encanto decadente, ligeramente desolado; justo de acabamiento de la ciudad.
 
Autocanibalismo. A veces voy al Quitapenas de Torremolinos a comer pulpo frito. El pulpo siempre me ha gustado, pero desde que han descubierto que es un animal inteligente y melancólico, siento que es una oportunidad que se me brinda de ensayar el autocanibalismo. Ahora sé que sabe bien.
 
‘Striptease’ facial. La última vez que estuve en el Quitapenas apareció, subiendo la Cuesta del Tajo, una chica que me sonrió con la mirada y me saludó. Como no la reconocí por la mascarilla, se tiró de ella hacia abajo, como destapando una sorpresa. Me pareció un gesto sensual, como cuando Gilda se quitaba el guante. Era una conocida a la que he tratado poco, pero el episodio le dio a su cara una luminosidad que nunca habría tenido de no haber estado oculta. Lo gracioso es que viví lo mismo desde el otro lado pocos días después. Vi en una terraza a mi amiga Isabel Cabrera, productora de televisión, y me acerqué a saludarla. No me reconoció, así que me bajé la mascarilla con la ilusión de que me reconociera, pero siguió sin reconocerme. Me miraba muy seria y cuando me dijo en inglés que era danesa comprendí que Isa tenía una doble en Málaga de esa nacionalidad. Se lo conté luego y le dije: “Me extrañaba tu frialdad. Nunca te había visto sin sonreír”.
 
Hacer cosas. No había asistido a ningún evento desde que empezó la pandemia y me impresionó ver la amplia sala con solo tres filas de asientos, muy separadas entre sí. Era desolador, pero a la vez no estaba exento de belleza. Denotaba, al cabo, el empeño de “hacer cosas”, como dijo Arias Maldonado en la presentación. Estábamos en La Térmica y contrastaba la sobriedad algo monacal con el calor de estos cinco años de su Aula de Pensamiento Político, en la que tanto hemos aprendido y tan bien nos lo hemos pasado. Al término, Arias, Ferré, Toscano y yo cenamos con el ponente, el filósofo Ramón del Castillo. Fue una cena exprés, porque a las diez y media los camareros nos avisaron de que ellos tenían que estar en su casa a las once, como todos. Volviendo a mi casa me di cuenta de que los minutos previos al toque de queda son extremadamente peligrosos: los patinetistas van aún más locos que de costumbre para recogerse también.
 
Metafísica. Hace cuatro años me iba a poner por fin con mi libro (que tiene que ser triste, como todos los libros), cuando entré inesperadamente en una fase feliz. Por supuesto, no escribí nada. Se lo conté a Arias y me citó esto de Macedonio Fernández: “Varias veces emprendí el estudio de la metafísica, pero me interrumpió siempre la felicidad”. La otra noche le anuncié a Arias: “He vuelto al estudio de la metafísica”.
 
Nuestro Montaigne. Leo en Jot Down una entrevista a Iñaki Uriarte, cuyo ídolo es Montaigne y que es nuestro Montaigne. Se lee con el mismo placer que sus Diarios, porque responde a las preguntas con la misma voz, algo que no siempre logran los escritores (aunque Uriarte presume de no ser escritor, y ese tal vez sea su secreto). Le escribo para felicitarlo y de camino le pregunto por cómo está pasando la pandemia. Le digo que en mi confinamiento hice en realidad mi vida de siempre, salvo los paseos y las escapadas a Madrid (que no son poca cosa; también me perdí un viaje a Río de Janeiro). Me contesta: “Por aquí, lo mismo que tú, sin grandes cambios de vida. Aunque eso de que no puedas hacer cosas que de todas formas no ibas a hacer agobia un poco”.
 
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