Ya he hecho en el Ave mi primer viaje de Málaga a Madrid en compañía de Almudena Grandes. Francamente incómodo. Por la presencia continua, abusiva, de Almudena Grandes.
El proceso empieza cuando te sacas el billete: ya no pone como destino Madrid Puerta de Atocha (en que la Puerta ya sobraba), sino Madrid Puerta de Atocha-Almudena Grandes. La perspectiva de todos mis viajes a Madrid enturbiada por siempre ya con ese nombre metido con calzador en una decisión política que no pensó en los viajeros. Y luego el viaje mismo, con los continuos bocinazos de la megafonía que nos anuncian que nos dirigimos a o vamos camino de o estamos llegando a Madrid Puerta de Atocha-Almudena Grandes, sin perdonar el vagón silencio. Es un incordio que desde ahora no se pueda llegar a Madrid en tren desde el sur sin un empacho del nombre de Almudena Grandes.
No soy un talibán antialmudenista. En su día despedí a Almudena Grandes con un artículo conciliatorio; al fin y al cabo, yo también fui su lector y su oyente de radio. En la polemiquilla que hubo cuando en un principio le negaron el título de Hija Predilecta de Madrid, defendí que por supuesto se lo merecía. Como se merecía que le dedicaran una plaza o una calle, y que le pusieran su nombre a una biblioteca o un centro cultural. Leí con emoción los artículos de sus amigos cuando murió. Y aquellos reportajes que contaban su historia de amor con Luis García Montero. Leí también el libro de poemas de este sobre la enfermedad y muerte de su mujer, Un año y tres meses, que me pareció bellísimo. Y poco después de mi viaje he leído la columna del poeta sobre el momento en que oyó por megafonía el nuevo nombre de la estación de Atocha. Me alegré con él por ese momento. ¿Pero por qué tenemos los viajeros que ser bombardeados todos los demás momentos?
En general, me parece reprobable la compulsión a poner nombres de muertos recientes a edificios públicos, calles, estaciones o aeropuertos. Es oportunista, cortoplacista; aquejada del error de pretender darle continuidad a un sentimiento pasajero. Hay que dejar que el nombre repose si acaso. Pero los políticos, que son los que los ponen, tienen unas urgencias que no se suelen corresponder con las necesidades de la ciudadanía; ni a veces con el buen gusto. Cuando se trata de estaciones y aeropuertos ocurre además que el nombre postizo es peor que el original, más natural, al que se adhiere. Y no tienen que ser nombres polémicos o partidistas: pasa también con aquellos en que hay sedimentación y consenso. ¿Qué se gana con que el aeropuerto de Barajas se alargue con el nombre de Adolfo Suárez? En Río de Janeiro hay un caso flagrante: el aeropuerto de Galeão, que sale en las canciones de Antonio Carlos Jobim, ahora se llama Antonio Carlos Jobim. Es como cuando a la calle Velintonia de Madrid, en la que vivía Vicente Aleixandre, que la mencionaba en su obra con fervor por la palabra, le pusieron, contra el deseo del poeta, calle Vicente Aleixandre.
Todo se afea, todo se abarata. Hay siempre hinchazón retórica. Últimamente, insuflada por la ideología. Porque el nombre de Almudena Grandes ni siquiera lo pusieron por su literatura, sino por ser de la cuerda sectaria del Gobierno que lo puso. Ahora en esos trenes viajarán oyendo su nombre muchos (la mitad de los pasajeros o más) contra los que Almudena Grandes arremetía en sus artículos. Tan de una de las dos España ella: quejosa de su corazón helado, pero helando otros.
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En The Objective.