[Dietario]
Anotación de enero. Sensualidades del atardecer de invierno. Me siento en el Oasis a comer. En el autobús he venido escuchando a Bowie, la vieja selección que me preparó Hervás. Estaba libre mi mesa favorita, la de proa; enfrente, el mar, el sol y las siluetas de las jirafas. Después de las gambas al pil-pil con vino blanco pido un whisky, para tomarlo hasta el anochecer. Pero horror: a pocos metros, justo delante de mí, están colocando unos siniestros altavoces y micrófonos. Amenaza un cantante, o algo, en el mejor momento, cuando al sol le queda todavía una hora. Es incomprensible que un chiringuito privilegiado como este monte espectáculos así. Ya está aquí el tipo, con una guitarra. Se dispone a empezar. Lo hace: guitarreo ramplón y letra cursi. Es un cantautor. Contraataco volviéndome a poner la música de Bowie. Bien, pero no era el momento: se pierde el sonido de las olas. Ahora están mudas, como en los vídeos musicales de los 80. Retiran las mesas que hay a mi alrededor, pero yo no me muevo. Decido disfrutar de la tarde como si nada, con mis auriculares, mirando el mar. Me quedo aislado entre el cantante y el público, que aplaude; hago el maldito involuntariamente. Entre canción y canción de Bowie se cuela la música de fuera y es horrible; esta imposición de un estilo único de música, cuando todos somos distintos. Las olas sí son universales. El tío recoge al final sus altavoces, sus micrófonos y se va: no era un espectáculo del bar, se trataba de un músico ambulante. Me queda media hora de sol.
Ironía y vejez. Entra un anciano en el autobús. Estoy cerca de la puerta y puedo verlo bien. Está ciertamente cascado, pero se mantiene erguido. Avanza con mucha lentitud apoyándose en el bastón. El conductor se da cuenta de su estado y no arranca hasta que se sienta. El anciano lo hace en uno de los asientos para ancianos, no sin antes decir: "Aquí mismo, aunque esto sea p'a los jóvenes".
Homenaje privado. Triste por la muerte de Chema Cobo, para mí inesperada. Acababa de cumplir setenta y un años. Nos conocimos después de la de Félix Bayón, en 2006, cuando Sagrario, la viuda de Félix, nos convocó a los amigos en la casa de Marbella para que preparásemos un libro con sus mejores artículos. Hasta entonces yo solo conocía a Berta González de Vega, y aquel día conocí a los demás: un grupo estupendo (me acuerdo de Ignacio Martínez, Rafael de la Fuente o Inmaculada Gálvez). Hice buenas migas con Chema, que además de un gran pintor era un gran lector (y escritor). Nos mandábamos mensajes y fui a varias exposiciones suyas desde entonces, la última la de la Casa Gerald Brenan hace dos años. No pude ir a despedirlo a Alhaurín el Grande (le mando excusas, y un abrazo, a su mujer Rosa desde aquí). El único cuadro de Chema Cobo que tengo localizado, a mano, como todos los malagueños, es el del CAC: una de las piscinas de su serie Out of the blue, en la colección permanente. Voy a verlo a modo de homenaje privado, que ahora hago público. Es sábado por la tarde y, aunque no he visitado las exposiciones nuevas del CAC, decido que solo veré su cuadro. Atravieso la sala sin mirar los otros y me coloco ante Out of the blue IX. Me pongo primero a dos o tres metros de distancia. Me sumerjo en el cuadro, en la piscina del cuadro, con los ojos. El fondo es luminoso y lo de arriba oscuro, como si la escalera llevase a unas profundidades mejores. Avanzo hasta situarme a la distancia de un brazo: la distancia a la que él estuvo cuando lo pintó.
Málaga-Madrid. Vidilla en Madrid, como en todos los viajes. No había podido volver desde octubre. Estoy apenas dos días y medio, pero bastan para reconquistar la capital, para hacerme la ilusión de que sigo viviendo allí. Mi ideal, siempre lo he dicho, sería vivir entre Madrid y Málaga: dos ciudades que se complementan maravillosamente, y cerquísimas ahora con el tren. Los años en que pude hacerlo, hace veinte, la vida se duplicaba: llevaba en paralelo mi vida malagueña y mi vida madrileña; tenía dos vidas. Ahora solo tengo mi vida malagueña, que de vez en cuando se escapa a Madrid. Aquí tiendo a hacer lo mismo en todas las escapadas, para forzar el espejismo de una cotidianidad. Son seis o siete puntos de anclaje: ir al jardincito del Príncipe Anglona, al templo de Debod, al Fide para un canapé de sardina ahumada, al cubano Zara para un daiquiri, al Richelieu para un dry martini, a La Ideal para un bocadillo de calamares, quedar con algunas personas... Y pasear solo, esta vez en el comienzo de la primavera.
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En Diario Sur.