Ahora me domina la excentricidad de mi boicot parlamentario, que ejerzo hundido en mi sofá austrohúngaro (eminentemente derrotista). No puedo hacer crónicas parlamentarias, algo que me puedo permitir (esto quería decirlo también) gracias a que los periodistas las hacen. El columnista es un añadido prescindible de esa tarta imprescindible. Por lo demás, este columnista se mueve (¡o se queda inmóvil!) por excentricidades propias, que torpedearán menos su columna de lo que hacen con las suyas las obediencias de los periodistas de partido.
Ya no puedo ver debates enteros, como gloriosamente hacía en los tiempos de la Transición. Ahora los someto a intermitencias. Entonces, a veces, los debates eran mejores que la vida. Ahora nunca. Hay cosas que hacer más dignas que atender a las borricadas de un porcentaje alarmantemente alto de nuestros parlamentarios. Yo me dediqué a leer a la poeta austriaca Ingeborg Bachmann, a la que Thomas Bernhard convierte en personaje (Maria) en Extinción: "los poemas de Maria son una cumbre de nuestra literatura". (Formidable el título del primer libro de Bachmann: El tiempo aplazado.)
Esta vez no quité la voz cuando llegaron los pinganillos, sino cuando descendió de su liana el gorilón Óscar Puente (tiene razón Bustos: "pertenece al dominio zoológico de Jane Goodall"). Contemplé un rato su áspera gestualidad muda, y mis impresiones coincidieron con las de quienes sí lo estaban escuchando. Mi amiga Dolores observó que era el retrato de Dorian Gray: en el banco el guapo Sánchez y en la tribuna el vaciado de su alma política, pudridero facial del sanchismo. "Al menos ha mandado a Puente y no a Ternera", dijo otro. O a Txapote. (Permítanme que yo también txapotee un momentín en este lodazal, desde mi sofá austrohúngaro y temiendo que le salpique a la elevada Bachmann.)
Feijóo no estuvo mal, antes y después. Es lo que queda de la Transición, sin la solidez de la Transición. En su discurso hay sílabas opacadas por su pronunciación, vocales que se mueven, elementos sintácticos que no terminan de casar... pero su propuesta política es digna. Como mínimo comparada con la de Sánchez, que en su silencio se expresó más que nunca: mostró con escalofriante elocuencia la degradación que supone.
A continuación empezaron a salir enemigos, uno detrás de otro. Se pusieron a acusar al PP de soledad. Eso porque no ven la mía. Soledad en tiempo de canallas. Aislamiento. Ruptura de todos los puentes, si el puente es Puente. Aunque Feijóo, de pie y no en mi sofá austrohúngaro, los tendía. Servidumbres políticas ("antiguas", diría Iceta), que celebro en mi emboscadura.
Al día siguiente, ETA para desayunar. La de Bildu ni siquiera tuvo la delicadeza en hablar en euskera de los derechos humanos: esos que los suyos adosaron en tantas nucas o desparramaron en pingajos también de niños. El desayuno así se me convirtió en la célebre morcilla de Ángel González: "Nada es lo mismo, nada / permanece. Menos / la Historia y la morcilla de mi tierra: / se hacen las dos con sangre, se repiten". Hoy los activadores de esta repetición son los que son.
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En The Objective.