Comienza el verano, que para mí va a ser el antiverano: ¡trabajar, solo trabajar! ¡O sea, escribir! Nada de plebeyas playas. Este año no habrá momento tritón saliendo del agua. Le resto un verano a mi vida. Tampoco es grave: la vida es algo que les tengo que ir dejando a mis criados (¡si tuviera criados!).
El año pasado por este solsticio evocaba el "Samba de verano". Este también, pero ya sin verano. Perdí mi apartamento con vistas al mar, aquel préstamo ventajoso que me hacía rey que desayunaba en bandeja azul y me tenía todo el día en un palacio de sol y brisa. Ahora permaneceré sepultado en mi cueva y para llegar al mar deberé dar un enojoso paseíto de media hora. Lo daré, por supuesto, para asomarme al reino que perdí.
Mi antiverano no será vallisoletano como el de Peláez, sino costasoleño. En el corazón mismo del verano, eludiré el verano. Será un verano por sustracción. A poco que salga veré los signos de lo que me estoy perdiendo (con ganas) en esta desembocadura vacacional. Pero saldré poco: pienso ahora que por la mañana muy temprano, con el frescor y los turistas aún dormidos, paseo marítimo arriba y abajo, melancólico pero feliz a las ocho de la mañana, oficinista de mis sensaciones. Y luego, al recinto laboral (¡placeroso también!) que me he impuesto. Solo de tarde en tarde romperé mi eremitismo con alguna cena: sociabilidades escogidas pero estridentes.
Por otro lado la experiencia proporciona compañía fantasmal. No es lo mismo el verano del adolescente, que solo tiene la niñez quemándole y por eso escapa lo que puede, que el del maduro que lo ha vivido todo y de todo guarda brasas. Tener muchos años es decisivo, porque uno se reparte en ellos. No hablo de vivir de los recuerdos (¡malditos sean los recuerdos!) sino de otra cosa: un espesor carnal (con perfume y calidez) de lo vivido. A partir de cierta edad es imposible estar completamente solo.
Estoy preparado para que el sol se desplome este año sin mi participación. Estos últimos lo disfruté sobradamente, con todo el pack de playa y vino blanco y cañas en chiringuitos y pulpo frito a mansalva (¡espetos no, soy un malagueño descastado y cultivo mi rechazo a las sardinas como una flor de invernadero! ¡las sardinas también se las dejo a mis criados!). Mantengo, en esto no hay novedad, mi ventilador, reloj alocado que hace vientecillo con los segundos: yo no me moveré, pero el aire de mi cuarto sí; entre el suelo y el techo estables, una atmósfera inestable.
El caso es que acabo de releer la pentalogía autobiográfica de Thomas Bernhard, en los tomos amarillos de Anagrama (los cinco se reunieron en Relatos autobiográficos) y estoy como una moto. Se puede decir que es la obra de un antisuicida que no escamotea los motivos de suicidio pero decide vivir, con voluntad feroz: en la dirección opuesta, quizá también de sí mismo. Como yo este verano en la dirección opuesta del verano.
Me gusta más que nada el final de El sótano: "Nos hemos vuelto capaces de resistir, y no se nos puede derribar ya, no nos aferramos ya a la vida, pero tampoco la vendemos demasiado barata, quise decir, pero no lo dije. A veces levantamos la cabeza y creemos que tenemos que decir la verdad o la aparente verdad, y la volvemos a bajar. Eso es todo".
También aduce el motivo de la curiosidad. En los términos, aunque él lo
desconocía, de Jaime Gil de Biedma: "la vida nos sujeta porque
precisamente / no es como la esperábamos".
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En The Objective.