Me encontraba, por otras razones, en un estado de acusada melancolía. Estar en el observatorio de la caseta, viendo la vida pasar, algo refractaria, daba una sabiduría zen (entre epicúrea y estoica). Llovía a ratos, pero el flujo no se interrumpía, solo se veía alterado, animado, por la intermitencia de los paraguas. De vez en cuando me confundían con el vendedor, algo muy sano para el ego; pero las chicas acudían rápido a atender: era una danza bonita, graciosa. Y de vez en cuando llegaban lectores.
Estaban los amigos (también los de internet), los familiares y a veces alguien raro: el lector desconocido. Firmé unos veinte libros en total y los desconocidos fueron siete u ocho. Llegaban, decían unas pocas palabras, en algunos tímidas, recogían su ejemplar firmado y se iban. Tenían una noción nítida de no querer molestar. Me emocionaron. Siempre fui uno de ellos.
Me he pasado la vida leyendo y sin tratar a los autores, ni ganas de tratarlos. He terminado tratando a algunos por inercia, de manera natural. No ha afectado en nada bueno; cuando ha afectado ha sido para mal. Son mundos distintos. Mi ideal sigue siendo el del lector en su cueva, a solas con sus libros. El autor solo es un aditamento de carne; un pegote corporal que no aporta nada. Es como si a las limpias hojas les salieran rodajas de salchichón.
Toda mi vida ha sido así, yo solo con mis libros. Sabiendo de autores (interesándome por ellos), pero sin el deseo de acercarme; incluso con el rechazo. No dejaba de ser ese tío (o esa tía) un entrometido en mi pura actividad de lector. Estábamos el libro y yo, y ese monigote sobraba. El autor había tenido la cortesía de destilarse en palabras, palabras que yo leía en mi caparazón misantrópico, y me incomodaba la posibilidad de tratar a ese tipo sin destilación.
Ahora yo era el monigote y algunos de esos lectores desconocidos se asomaban a verme. En ese grado discreto de la firma, el hola, el adiós y unas gracias. Esa sensación cruzada de no saber yo nada de ellos y ellos de mí lo que habían leído, la construcción que habían hecho de mí con mis palabras. Ellos se imaginaban a alguien inevitablemente mejor. Sin la tristeza que yo llevaba encima en ese momento.
Uno también se construye en lo que lee, y el autor sobra. Le debemos la página, pero esa página es ya para nosotros. Conozco a otros lectores (muy buenos) que jamás han contactado con los autores a los que les debían todo. Y es hermoso que estos no lo sepan. Todo autor está sostenido por la sombra luminosa de los lectores que no se han manifestado.
Es como con los autores muertos. Cuánto les debemos. Nietzsche, Pessoa, Cernuda: cómo me salvaron desde sus tumbas, en sus libros que vivían y viven. Qué corrientes entre la vida y la muerte hay en los libros. La "conversación con los difuntos".
Ese no saber de esos lectores tiene una potencia descomunal y es insoportablemente bello. Los que se asoman a la Feria del Libro son un indicio prometedor: una presencia fugaz de alguien que te ha leído largamente, en su vida, por algo que ya no tiene que ver contigo pero sí con tu escritura (y lo que de tu vida pueda quedar en ella).
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En The Objective.