Tener un poeta de cabecera es la felicidad lectora absoluta. La lectura auténtica es la relectura y lo que se relee de verdad, una y otra vez, son los poemas que nos apasionan. Gozan del mismo privilegio que las canciones. La lectura repetida, en espiral, va imantando las palabras y estableciendo relaciones entre ellas; y entre ellas y el mundo y la vida. La emoción y el gusto se reproducen, o nacen de nuevo mágicamente cada vez. Hasta que después de semanas, meses o años (el tiempo no se puede precisar, porque es más mítico que cronológico) salimos de ese círculo (literalmente enamorado), en el que se queda encerrada, preservada, una época de nuestra biografía. En adelante podremos asomarnos y evocarla, pero ya pasó.
El poeta de cabecera se cumple mejor si lo tenemos en un único libro; en realidad, es un libro de poemas de cabecera lo que tenemos. Yo tuve las Rimas de Bécquer, las Poesías completas de Antonio Machado, un poco Cántico de Jorge Guillén, La realidad y el deseo de Luis Cernuda, Las personas del verbo de Jaime Gil de Biedma, la Poesía 1970-1984 de Luis Antonio de Villena, la Poesía completa de Cavafis, la Obra poética 1923-1977 de Borges (y después La cifra y Los conjurados), los Poemas (1935-1975) de Octavio Paz (y después Árbol adentro), la antología Zona de Apollinaire, Tarde o temprano de José Emilio Pacheco, los Poemas de Álvaro de Campos y las Odas de Ricardo Reis de Pessoa, o más recientemente la Poesía no completa de Wislawa Szymborska. Y, por supuesto, Museo de cera de José María Álvarez, que se acaba de morir a los ochenta y dos años.
Mi libro Zona de confort acaba con unos versos suyos, con los que quise deliberadamente señalar su importancia. A José María Álvarez lo descubrí por vía oral, como si fuese un poeta arcaico. Lo llevaba Jesús Quintero a la radio, a su programa El loco de la colina, y allí, junto con proclamas vitalistas provocadoras, paganas, aristocratizantes, leía poemas. Era un buen recitador, cosa poco frecuente (¡nada que ver con el acartonado Valladares o el machacón Alberti!), y la nitidez de su voz de acoplaba a la nitidez de su poesía, que fluía en aquellas madrugadas íntimas. Esta fase oral culminó con un memorable recital que dio en Málaga a finales de 1984 en El Cantor de Jazz, el mejor bar que ha tenido nunca la ciudad. Justo después saldaron ejemplares de la primera edición de Museo de cera (La Gaya Ciencia, 1974), que fue la que leí hasta que me hice en 1986, ya en Madrid, con la nueva, preciosa, de la Editora Regional de Murcia. La edición definitiva de Renacimiento (2002) la sigue regalando el poeta, ya póstumamente, en su página web (en pdf).
A mis veinte años era mi libro y lo tenía todo para que lo fuera: el amor por la literatura y la cultura y el amor por el amor, y por el cuerpo y la belleza, la libertad, la rebeldía, el individualismo desafiante, la gamberrada, el humor, los cientos de nombres de autores y de citas, de las que cada poema llevaba unas cuantas (el propio Álvarez bromeaba sobre si no hubiera debido titular el libro Casa de citas). Abro al azar para terminar con sus versos y me sale este poema en el que habla Mozart:
Cuanto la vida fue y hoy son cenizasEl Lacrymosa que nunca acabaréSí Os saqué el dineroCreíais pagar así mi lealtadMás allá de la inclinación de mi cabezaNeciosMientras para vosotros era un pobre maestro servilYo levantaba un orden que perduraráY en el que habéis sido destruidos.
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En The Objective.