No he tenido ningún viaje malo, pero sí malos momentos en algunos viajes. El peor, una bronca en lo alto del Pan de Azúcar, la única vez que he subido al Pan de Azúcar.
Viajé por primera vez a Brasil en marzo del 2000, cuando faltaba un mes para el quinto centenario del descubrimiento, que hizo en abril de 1500 el portugués Álvares Cabral. Había un panel con la cuenta atrás en Copacabana. Me acompañaba mi pareja, Nádia, mulata de Minas Gerais que llevaba cinco años viviendo en España y que había vivido en Río de Janeiro, ciudad que por tanto conocía bien. Mi amigo Antúnez, con el humor de entonces, me dijo: "Viajar a Brasil acompañado es doble gasto y mitad de placer". Esto último no dejaba de ser cierto: veía pasar las ocasiones como centellas, en tiendas, playas, terrazas, calles. Pero al cabo me gustó conocer el Brasil menos encendido de las casas particulares, las oficinas para trámites burocráticos, el instituto donde Nádia hizo el bachillerato y al que tuvimos que ir a por un documento. También tuvimos que ir a la comisaría de policía, en la que todo brasileño del exterior debe pagar la multa por las elecciones en que no haya votado. Allí el voto es obligatorio. La cantidad es simbólica, pero sin estar al corriente no se puede realizar ningún papeleo administrativo.
La llegada al aeropuerto Antonio Carlos Jobim (denominación con la que se cargaron la canción de Antonio Carlos Jobim en que se cita su anterior nombre: Galeão) fue fea. Mi asiento no era de ventanilla, por lo que no pude disfrutar de las vistas del "Samba do avião"; y desde las salas del aeropuerto solo se alcanzaba a ver, muy a lo lejos, el Cristo Redentor, detrás de extensiones de casas polvorientas. Este paisaje se mantenía durante varios kilómetros desde el taxi: eran los suburbios de Río, las zonas pobres no aptas para turistas. Las zonas para turistas tampoco me gustaron al principio. Ante los enormes edificios del paseo marítimo de Copacabana me pareció que estaba en Benidorm. Pero bastaron unas pocas horas, mi primera tarde en Río, para que me enamorase de la ciudad. Un secreto: detrás de los paseos marítimos, en la segunda y tercera líneas de playa, está la parte habitable de Copacabana e Ipanema, algo que no suele salir en las postales y que es literalmente una Lisboa tropical. Como lo es el Centro Histórico.
Otro lugar que yo asombrosamente no conocía es la roca do Arpoador, que está entre Copacabana e Ipanema: el mejor mirador para ver esta última playa en perpendicular y, al final, enfrente, el morro Dois Irmãos y la Pedra da Gávea. Digo que es asombroso que no lo conociera porque, naturalmente, aparece en crónicas y canciones y forma parte de la vida carioca. Debí de pasarlo por alto más de una vez, pero el caso es que no me constaba. Por eso Arpoador se convirtió en el símbolo emocionante de mi primer viaje a Río: un lugar que solo emergió cuando yo me encontraba allí.
Los días fueron fantásticos y alcanzaron a tener una maravillosa rutina de tres semanas. Una inmersión en la vida de Río por la que supe que podría vivir perfectamente allí: era algo de la tonalidad, del ritmo, de la textura de aquella vida... Imposible detallarlo en este poco espacio, pero estaba el agua de coco bem geladinha en los chiringuitos y la cerveza (Antarctica o Brahma) bem geladinha también; los salgadinhos de bacalao, la comida al peso, los galetos de O Craque dos Galetos; las librerías (de nuevo y de viejo), las tiendas de discos, los shoppings, los periódicos; el autobús a trompicones por las calles y los túneles, e incluso sobre los precipicios que conducen a la Barra da Tijuca; la plaza Mauá, la avenida Rio Branco, la rua do Ouvidor, la rua da Quitanda, el mercadillo de Alfândega, los arcos de Lapa, Cinelândia, Botafogo, Flamengo... Una tarde fuimos al barrio de Cosme Velho, desde donde se toma el trenzinho al Corcovado. Arriba se estaba estupendo, pero las vistas fueron parciales: la niebla cubría amplias zonas de la ciudad.
Y llegó el día del Pan de Azúcar. Caminamos por el barrio de Urca, donde se crió Marisa Monte y vivía João Donato. Allí estaba el Instituto Benjamin Constant, no en honor del pensador francés sino del pensador brasileño de igual nombre: este sí se lo puso su padre en honor del pensador francés. La subida al Pan de Azúcar se hacía en dos tramos. Primero se subía por el funicular (o bondinho) hasta el morro de Urca, en el que Nelson Motta montó a finales de los 70 la primera discoteca brasileña: Noites Cariocas. Y después otro bondinho hasta el Pan de Azúcar. Mientras subíamos oímos a un grupo de jóvenes ruidosos que resultaron ser malagueños. Uno les decía a los demás, con el inconfundible acento: "Arriba no se os ocurra tomar nada, ¡que os clavan!". Yo oculté mi condición de malagueño: no quería socializar.
En la cumbre todo iba bien hasta que de pronto fue mal. No sé qué pasó, sería alguna discusión de pareja de esas que se agrían inadvertidamente y ya no se pueden parar. Pero de pronto quise estar en cualquier sitio menos allí. Yo llevaba una camiseta de Bart Simpson y me sentí ridículo, desgraciado. Toda la vida soñando con subir al Pan de Azúcar y, una vez arriba, lo contrario de dulzura: amargura. La postal estropeada. Pero el enfado se pasó una vez que bajamos y el Pan de Azúcar se me fue recomponiendo como paisaje dulce. En aquel verano me pareció verlo dos o tres veces en la playa de Torremolinos. Yo caminaba con la mirada baja en la arena y las olas y al alzarla veía delante el Pan de Azúcar, en espejismo.
Antes, en las semanas posteriores al viaje, me iba algunas tardes al aeropuerto de Barajas porque es el lugar de Madrid que está más cerca de Río.
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En The Objective.