Como dice Savater, “no hay nacionalismos buenos y malos, sino graves o leves”. Puede que no sean una enfermedad (conviene mantener una reserva a la hora de relacionar la medicina con la política), pero sin duda son un delirio (los términos psiquiátricos, por desgracia, sí son utilizables). Nuestros nacionalistas están ahora en la fase de delirio agudo, y no cesan de emitir síntomas. El último ha sido el sintagma evacuado por Francesc Homs: “respirar en catalán”. Muy pertinente, toda vez que el nacionalismo, además de un delirio, es una asfixia. En diciembre hubo otro: el “lamentablemente” que se le escapó a Duran Lleida en el Congreso, al mencionar que la lengua mayoritaria de los niños catalanes en el recreo es el castellano.
Eso es el nacionalismo: una doctrina descontenta con la respiración y el recreo. Quizá va siendo hora de abandonar las consideraciones ideológicas acerca de estos sujetos, a los que hay que dar ya por imposibles, y centrarnos en las estéticas. Hacer hincapié en lo más básico: el nacionalismo, ante todo, es un tostón. Una plasta que nos cae encima; una impostación, un énfasis. No me resisto a recordar aquí aquel artículo de Bru de Sala en el que acuñaba el pasmoso concepto de “cosmopolitismo excluyente” y ensalzaba, sin ironía, una fiesta que se celebra en Amposta “solo para ampostinos que consiste en pasear por la calle, al atardecer, ataviados a la antigua usanza y dar vueltas por una feria de productos artesanos y oficios que no se han perdido”. La respiración, el recreo y las fiestas: casi nada.
Cuando murió Franco y terminaron de dar la lata los franquistas, en España ingresamos en un espacio respirable. Hemos vivido treinta años de relajación patriótica, en que no se ha levantado una bandera fuera del fútbol y los desfiles. Y cuando se ha hecho en otro contexto, nunca ha faltado un coro de risitas alrededor. En cuanto ha aparecido un Trillo, ha recibido su merecido de burlas. La enorme bandera colocada en la plaza de Colón es motivo de indiferencia o de chistes. En las regiones donde imperaba el nacionalismo, en cambio, no hubo relajación patriótica, sino cambio de un patriotismo por otro. Allí no ha podido respirarse con entera libertad. Los Trillos catalanes y vascos han campado a sus anchas, y burlarse de ellos implicaba un riesgo.
Boadella los caló pronto y le encasquetó a Pujol el disfraz de Ubú. No recuerdo ahora si en Ubú President el personaje iba metiéndoles palitroques por las orejas a aquellos con quienes se cruzaba, como en la obra original de Alfred Jarry. Pero hoy, con esto de “respirar en catalán”, se ha desvelado otra de las pulsiones de estos pelmazos: la de querer meter palitroques por la tráquea.
[Publicado en Zoom News]