Apuesto a que al lector le ha pasado estos días como a mí: junto con el abatimiento y el cabreo, ha dejado un desván en el que fantaseaba con que aparecía Bárcenas y le entregaba un sobre con “hasta diez mil euros”. Estas noches españolas han debido de ser como la de los sueños de Bienvenido, Mister Marshall –en este caso Bienvenido, Mister Bárcenas–: con todos imaginando la vida que llevaríamos si disfrutáramos de un sobresueldo así, que nos haría tan felices que hasta estaríamos dispuestos a renunciar al sueldo (es decir, al que va sin sobre). Pero, como los personajes de Berlanga, no estábamos en el lugar adecuado: la sede del PP. Y había un añadido insidioso: el dinero que no nos repartían era justamente el nuestro.
Lloremos pues, aunque no inocentemente. Lo peor de nuestros políticos es que, al contrario de lo que gritaban los ingenuos del 15-M, sí nos representan. Eso es lo espeluznante: que nos representan demasiado. Hacen lo que nosotros haríamos en su lugar. Lo que nosotros hacemos, de hecho, en la medida de nuestras posibilidades. Hay excepciones, naturalmente; pero son eso: excepciones. Casi todos solemos tener bastante bien explotado, rebañado incluso, el radio de acción de nuestra impunidad. De los políticos solo nos diferencian dos cosas: la amplitud de dicho radio de acción (mucho menor el nuestro), y esa decencia fundacional (o ineptitud o pereza) por la que no nos hemos convertido nosotros mismos en políticos. El ciudadano honrado es, a lo sumo, un ludópata que se encuentra fuera del casino.
Es la naturaleza humana, y en especial la naturaleza española: que es la que domina por debajo de las siglas de los distintos partidos. No confiamos en nadie personalmente, porque nos conocemos demasiado bien. Lo único que puede hacerse es extremar la transparencia, el control y la acción de la justicia. Solo así podría obrarse el milagro de que los políticos fueran decentes; es decir, que no nos representaran.
[Publicado en Zoom News]