27.3.14

Después del funeral

Hemos vivido unos días ricos en lecciones, aunque mezcladas y contradictorias. Algunas, incluso, han sido antilecciones. Estas son las del anhelo de una política sin políticos, de políticos limpios y algodonosos; superadores de la prueba del algodón que no mancha. Adolfo Suárez llevaba muchos años estando sin ser, en silencio, sin hablar ni molestar. Impedido de la posibilidad de ganarse enemigos con los asuntos que nos queman. El purgatorio que ha de pasar todo muerto en la conciencia de sus contemporáneos, él lo pasó en la última década de su vida. Hemos podido sincronizarnos, pues, con su funeral.

Este Suárez final, sin mácula, ha enlazado con el de sus logros democráticos: el Suárez institucional que favoreció un marco para todos –apartidista en el fondo porque era pre-partidista, posibilitador de partidos– y que por todos puede ser celebrado. Pero en medio hubo otro Suárez: el traicionado y el perdedor de elecciones, el minoritario, el atravesador del desierto. No tiene sentido atormentarse por las penalidades de este Suárez, porque, una vez creado el marco, él pasó a ser un político más, sujeto a las contingencias del resto de los políticos. ¿Por qué no se le votó después? Porque ya había hecho aquello para lo que se le votó. Que es aquello por lo que se le ha celebrado ahora.

De modo que se ha colado de un modo un tanto irracional la rabia. Una rabia, por cierto, arrojadiza, que ha servido también para apedrear a los políticos. Ninguno, en efecto, está a su altura. Y ni el propio Suárez estuvo después a la altura del Suárez inaugural; porque las ocasiones para la altura solo las da la Historia. A Suárez le tocó una y lo hizo bien; y con respecto a los otros expresidentes solo nos cabe imaginar (llevándonos las manos a la cabeza con alguno) qué hubieran hecho en su ocasión.

Ninguno de ellos tendrá un funeral como este. Y lo más llamativo es que parece claro que tampoco lo tendrá el Rey, al que le corresponden méritos parecidos a los de Suárez. Cuando llegue el momento se volcará el “aparato del Estado”, naturalmente; pero sería una sorpresa que a la población no le pillara más en frío. Don Juan Carlos sí ha seguido desgastándose, sin haber podido gozar de una interrupción en el tiempo que nos permita aislar al que también propició la democracia. Quizá se deba a esta melancolía el raro “Adolfo y yo” de su discurso (el cual, por otra parte, era debido y estuvo bien; incluyendo lo que tuvo de anticipación navideña).

Celebremos, pues, la calurosa despedida de Suárez no por lo que pueda tener de homenaje a una falsa pureza antipolítica, sino por lo que tiene de homenaje a la democracia. A la democracia no en abstracto sino en uso: la que solo puede ser con políticos que nunca podrán ser como Suárez.

[Publicado en Zoom News]

25.3.14

El de la ruptura

Nací en el 66 y la historia iba avanzando con la inexorabilidad de los cuentos: moría Franco, coronaban al Rey, llegaba Suárez, había extraños días (llamados “de elecciones”) en que no teníamos colegio y durante horas ponían en la tele dibujos animados y películas del Gordo y el Flaco y los hermanos Marx. Aparecían otros: Fraga, Felipe González, Carrillo; el primero y el tercero con historias previas, que yo no conocía (pero es una bestia el niño). Había palabras populares: libertad, amnistía, pactos, Moncloa, Constitución; que se mezclaban con el resto de las palabras. Todo formaba parte del mundo, que avanzaba, como digo, igual que un cuento.

Los adultos ya sabían, pero para los menores se quebró el 23 de febrero de 1981. Yo tenía catorce años. Entonces comprendí que lo que parecía avanzar solo en realidad avanzaba con esfuerzo; que tenía enemigos y no estaba garantizado; que no era un cuento ni una película, sino que estaba haciéndose; que unos querían y otros no; que por eso los adultos estaban a veces preocupados. Aquellos días me compré mi primer periódico. Empecé a fijarme en algo que era distinto tanto de la ficción como de la realidad cotidiana de la casa, del colegio y de la calle: la actualidad, la Historia. Un tipo de realidad más decisiva, que podía afectar a la cotidiana.

Mi primera percepción real de Adolfo Suárez fue, pues, la de su actuación en el golpe de Estado del 23-F. Y luego la de su travesía del desierto; aquellas soledades en los escaños, y el retiro. Todos queríamos (en mi familia, en el instituto) que ganara González en el 82. Pero, entre la alegría por su triunfo, me llamó la atención un comentario del profesor de Historia del Arte (precisamente) sobre la grandeza de Suárez y su aislamiento; y sobre lo mucho que podría hacer aún en el futuro. En esto se equivocó. Suárez ya se había terminado. La suya tuvo algo de trayectoria de deportista. Como escribe Teodoro León Gross, entró en la Historia y siguieron días de diario.

UCD, CDS, logotipos curvos. El centro. Hasta después, mucho después, no nos empezaron a entrar conceptos como sensatez, moderación, aurea mediocritas, justo medio, consideración de lo que hay... Lo asombroso es ver, ahora, que era allí donde estaban el mérito, la épica, e incluso el romanticismo. Que lo otro era enfático y fácil. Suárez era el endeble entre energúmenos cargados de razones franquistas o revolucionarias. Amantes de la pureza que lo despreciaban por impuro; por traidor o tahúr. Enemigos del comercio en el sentido de Escohotado. Aquel centro era, ciertamente, una cama de faquir, en sándwich; con pinchos hasta en el pijama.

Los franquistas, como suele decirse, se califican por sí solos; y si celebran una paella en el cuartel les cae un chaparrón: merecido, porque no se les puede dejar pasar ni una. Pero me irrita que los otros se vayan siempre de rositas; que persistan en su ufanía y lleven cuarenta años (¡un franquismo!) adornándose. Abogaban (y aún abogan) por “la ruptura”, como si fuera nuevo: cuando en fin de cuentas es lo que siempre se ha hecho en España, con resultado de desastre. Rompen así con todo menos con el ceporrismo hispánico, que repiten como la morcilla de su pueblo.

Pero el de la ruptura de verdad fue acaso Suárez, que se saltó nuestra tradición y nos puso fuera del círculo vicioso. Con su manera de actuar habilidosa y astuta, con su audacia pragmática, con sus jugadas de compromiso no con las quimeras ni con los fantasmas, sino con eso a lo que somos tan refractarios los españoles, y que ya lleva tiempo cansándonos otra vez: la realidad.

[Publicado en Zoom News]

20.3.14

La alegría de llegar

La primera vez que lo vi fue hace unas semanas; por la tele, claro. Y ahora ha vuelto a producirse: los saltos, los bailes, los abrazos, las risas, los besos a la tierra de esos africanos que acaban de entrar en España, en Europa. La alegría de llegar adonde nosotros estamos, sin demasiada alegría. Somos el premio, tras sus penalidades. Casi nos resulta embarazoso. Si se hiciera una campaña publicitaria para vender esto, valdrían esos vídeos. El deseo de otros por lo que tenemos nos convierte en privilegiados. España, Europa, es un sitio al que se quiere venir. Al menos, por comparación con el sitio del que se viene.

Aunque muchos españoles se están yendo ahora y la prosperidad decrece, España es aún preferible para los que no tienen nada. Hay una cierta izquierda (no toda: solo la peor) que utiliza a los inmigrantes como munición contra nuestro sistema. Despreciando el hecho que tienen más a mano: el de que es a este sistema al que los inmigrantes se dirigen. El flujo es en esta dirección y no en la contraria. De los sistemas o regímenes que esa izquierda defiende, también se huye. La valla de Melilla es para que no se entre. El muro de Berlín era para que no se saliera.

Hay también una cierta derecha (no toda: solo la peor) que quiere cerrar Europa a los inmigrantes, por motivos que –más allá de sus circunloquios– son entre racistas y clasistas. Ignorante de que con ese cierre se acabaría Europa: la Europa universalista y preferible; quizá también la Europa próspera; desde luego, la Europa moral. Esa derecha, pues, constituye un peligro para Europa muy superior al peligro (hipotético) que pudieran constituir los inmigrantes.

Lo que no tiene sentido es que Europa deje de ser Europa en sus fronteras: que exista esa valla en la que “dejarse la piel” no es una metáfora. Es después, cuando la han pasado, cuando empieza la alegría. Es falso que piensen que han llegado al paraíso, porque si algo han mamado es que nada se regala. Pero ya están en Europa, como quien dice.

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18.3.14

Los tickets

En el lenguaje electoral de Estados Unidos, se le llama ticket a la pareja que forman los candidatos a presidente y vicepresidente de la república. El término viene de lejos, aunque yo me he enterado hace relativamente poco. Por esto lo disfruto como un caramelito, no exento de malevolencia. La traducción no tendría mayor historia: sería, sin más, candidatura. Pero ahora que ha empezado a utilizarse en España, con esto de las parejas para las próximas elecciones europeas, no puedo (¡ni quiero!) impedir que se solapen los significados. Candidatura o pareja electoral, sí; pero también ticket de compra. O incluso papeleta. O papelón. (Según los casos).

A lo que me suena a las parejas de escritores que tienen que ir juntos de gira como ganador y finalista del Planeta o el Nadal. En algunos casos han saltado chispas y han volado los puñales. Puede que en otros haya habido rollete. Amor perdurable no me suena de ninguno. Todo ticket tiene algo también de Dúo Dinámico; aunque con un dinamismo variable, según la magnitud de los partidos. En los dos grandes, el dinamismo suele equivaler al de las estatuas de yeso; o sea: dúos estáticos.

A Ciutadans y UPyD el ticket les ha quedado apañado: Girauta-Nart y Sosa Wagner-Pagazaurtundua, respectivamente. El primero haciendo gala de transversalidad mediática: entre la televisión y la radio; también con los defectos del tertulianismo. Y el segundo combinando el diagnóstico austrohúngaro con el socialismo (¿o exsocialismo?) presentable. En Izquierda Unida, por su parte, sigue yendo Willy Meyer con alguien más; aunque el ticket anda revuelto. Y los nacionalistas mandarán a sus Pacos (¡y Pacas!) Martínez Soria habituales, para que lleguen a Europa con sus canastos de huevos y sus gallinas, a ver si venden la mercancía local.

El ticket más reciente hasta ahora es el del PSOE, que acaba de salir del tortuoso horno del aparato. Pero más reciente no quiere decir nuevo: porque la pareja Valenciano-Jáuregui acumula, nada más nacer, una suerte de fatiga de los materiales; con rebotes de José Blanco desde el sótano de la lista. De todas formas, todos ellos deberán entretener su tiempo lanzando puñetazos al aire, hasta que Rajoy se decida a ponerles enfrente un ticket al que golpear. De este ticket que falta, el del PP, aún no sabemos nada: salvo que su Adán y Eva nacerán del dedo de don Mariano, que está pidiendo ya un Miguel Ángel que lo inmortalice. Este sí que es un ticket de los que se guardan en el bolsillo.

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13.3.14

Pequeñeces

Las especulaciones sobre las verdades y las mentiras del 11-M me vienen grandes, la verdad. Hace mucho que me hago un lío. Mi capacidad inductiva está limitada; y no he tenido ni paciencia ni ganas (ni fe) para ponerme a fondo. A los periodistas y políticos que empujan en una u otra dirección, sencillamente no me los creo. No quiero decir que mientan todos aquí: solo que los he visto mentir otras veces, con certeza, y por lo tanto no les concedo una credibilidad sin tacha. Esta es una de las paradojas: hablan desde una autoridad de la que carecen. Hacen como si se beneficiaran de un prestigio que no se han ganado en absoluto.

Pero en el 11-M, más allá de los atentados y de su estricta investigación criminal, hay cosas que no requieren intermediación de los periodistas y políticos, porque pasaron a la vista de todos. Son verdades que estuvieron a la mano: verdades para el espectador, directas desde la radio, los periódicos y la tele. Una fue la patética gestión del gobierno de Aznar; sus torpezas, sus maniobras, el emperramiento informativo en lo que (según lo que se conjeturaba) le beneficiaría en las elecciones. La otra fue el lanzarse a morder, no menos perrunamente, del partido del candidato Zapatero. Con aquella gravísima violación de la jornada de reflexión que hizo Rubalcaba el 13 de marzo: otro décimo aniversario hoy, directamente infecto.

En ambos casos se echó de menos grandeza. O dicho más crudo: se echó de más tanta pequeñez. Los que a nuestro pesar tenemos una cabeza literaria y una cierta sensibilidad para la épica (y la ética), lamentamos que todo suela ser tan mezquino. Por eso nos conmueve cuando aparece un Mandela con su magnanimidad; o nos emocionaba cuando, por poner un ejemplo más modesto, Vargas Llosa interrumpía sus mítines de candidato para pedirle a su auditorio que no gritasen insultos racistas contra Fujimori. Cualquiera se hubiera refocilado en los insultos hacia el rival, cuando no los hubiera alentado él mismo desde el micrófono.

Falta grandeza, sobra pequeñez. Aznar se ha pasado años yendo por la vida de estadista, cuando en el momento más importante de su carrera política fracasó. Tenía ya la cabeza en la Historia y tropezó en el presente. Y Zapatero, que consintió en aquellos días, cuando a Aznar se le llamaba asesino y se cercaba la sede del PP, luego se sentó en su presidencia como un patán. En vez de haber emprendido una legislatura suave, integradora, sanadora, se puso a sacudirlo todo, a desintegrar, a abrir heridas. Al tiempo que Aznar fomentaba sospechas...

Ni a Aznar ni a Zapatero se les invitó anteayer al funeral en memoria de las víctimas del 11-M. Esto fue otra pequeñez. Y fue una aberración. Como fue una aberración su ausencia. Pero lo cierto es que quizá hubiese sido una aberración mayor su presencia. Con todo, tendrían que haber estado. Es una situación sin arreglo: desoladora, devastadora. Y no hay manera de salir de aquí.

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11.3.14

Un dolor manchado

El desagrado que sentí al ver que hoy me tocaba columna, y que por tanto no podría pasar en silencio por el décimo aniversario del 11-M, es quizá un síntoma (entre otros posibles) de lo que significa el 11-M: una fuente de dolor, pero también de amargura. El recuerdo (vivo) de un dolor manchado. Cuando el dolor está limpio, aunque sea insoportable, escribir puede resultar catártico. Cuando está manchado, como este, escribir da casi náuseas.

No hubo tiempo para las víctimas. Solo lo tuvieron ellas, las que sobrevivieron: un tiempo atroz. Y lo tuvieron quienes las ayudaron, quienes las consolaron, quienes las confortaron, quienes las acompañaron; quienes pensaron en ellas limpiamente, con un dolor sin mancha.

Aunque el dolor se manchó pronto: de ideología y asco, de sectarismo, de rentabilización electoral, de lucha por el poder y acusaciones, de mezquindad y de bellaquería. A partir de un determinado momento, para abrirse paso hacia la compasión había que apartar paletadas de mierda. Hoy mismo esta columna no puede ser solo sobre el dolor: tiene que ser también sobre la mancha.

Como escribe Guillermo Ortiz, aquel 11 de marzo "aprendimos que éramos unos miserables". Era imposible, ciertamente, no hacer una lectura en clave electoral de la autoría de los atentados. Fuese falaz o no, la lectura en sí se presentaba diáfana. Podíamos avergonzarnos de hacerla, pero en realidad no podía evitarse: formaba parte de nuestro lastre mental, tal vez enfermo; de nuestra manera de interpretar la actualidad de un modo entre periodístico e ideológico.

Esto fue sin duda triste, pero no grave. Lo grave fue cómo, hecha la lectura, muchos no se limitaron a contemplarla melancólicamente: sino que pasaron a la acción. Sabiendo (o creyendo saber) qué era lo que beneficiaba a su partido, se pusieron a empujar en esa dirección de un modo obsceno y absolutamente abominable. El recurso más a mano, ya que era un atentado y había muertos calientitos, era llamar asesinos a los de enfrente. De un modo deliberadamente retórico pero no por ello menos nauseabundo.

Diez años después, la herida no se ha curado en absoluto. Casi cada cual sigue en sus trece, con una autosatisfacción vomitiva. No ha habido duelo. El pestazo dura.

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6.3.14

Lo de todos

Esta moda pseudoprogresista, que dura ya lustros, de no decir "España" sino "el Estado", me ha hecho pensar a veces que ojalá. Ojalá fuese el Estado lo que se respetara, el marco institucional racionalista e ilustrado, no mágico sino convencional, limpio y aséptico, sin folclore. Con eso ya nos apañaríamos magníficamente; y luego que cada cual, en su casa o en la plaza del pueblo, se disfrazase, si le daba el punto, de lagarterana y sacase sus txistus, sus butifarras, sus gaitas, sus sidrinas y sus castañuelas.

Pero me temo que no lo voy a ver. Aquí lo de "el Estado" es otra coartada más, para no respetarlo, o para colar la mercancía propia. El gran agujero de España es la falta de educación, de formación, de cultura. Y esto, que es verdad en términos generales, es más acusadamente verdad en términos políticos. En efecto: el gran agujero de España es la falta de educación política, de formación política, de cultura política. La democracia nos ha llegado tarde y todavía no ha calado lo suficiente en nuestro cerebro reptil. Da casi igual la ideología que diga profesar cada cual (o sea, la ideología con la que cada cual se adorne o con la que cada cual se encuentre guapo o guay): hay unos atavismos pétreos cuya potencia transversal ya quisieran los defensores de la transversalidad. Aquí el franquismo, y la mentalidad cortijera, empapan al más pintado.

En el Día de Andalucía, por ejemplo, que la Junta celebra más que nada como el día de un determinado partido de Andalucía, el Hijo Predilecto de este año, Miguel Ríos, aprovechó su discurso para dar un mitin, como si acabara de recibir un Goya. Un mitin en favor del partido que le había concedido el honor, precisamente por ser tan partidista. Para que en Andalucía te nombren Hijo Predilecto hay que dejar bien claro que, ante todo, no se es un Hijo Pródigo. Pero, aunque esta hubiera sido la razón o la premisa, cabría esperar que al menos el solemne acto institucional fuese "para todos". Vana esperanza. Nuestro adaptador de Beethoven fue incapaz de poner el propio corral entre paréntesis.

Se barre, sí, para casa. No se tiene noción de lo que es común. Hasta quienes se arrogan la defensa de lo público parecen ignorar lo que significa lo público. La mítica frase de Carmen Calvo de que "el dinero público no es de nadie" es de una transparencia que da vértigo. Si lo público, o el Estado, no es de nadie, entonces es del primero que pase por allí; de la ministra, por ejemplo, o del premiado que se ve ante las cámaras. Si es de nadie, y no de todos, entonces no parece exigible la máxima responsabilidad.

Pero los episodios se suceden, porque, como digo, se trata de una deficiencia colectiva. Tras el de Miguel Ríos tenemos otro aún más grave, puesto que su protagonista no es un particular sino un representante mismo del Estado. Me refiero al del secretario de Estado para el Deporte, Miguel Cardenal, con su alucinante artículo sobre el Fútbol Club Barcelona (del que se ha ocupado aquí convenientemente Manuel Matamoros). Algo así solo se explica por esa falta de educación, de formación y de cultura que he apuntado. Cardenal, según leo en su perfil biográfico, es doctor en Derecho, catedrático y director de una Cátedra de Estudios e Investigación en Derecho Deportivo; aparte de ser actualmente secretario de Estado y presidente del Consejo Superior de Deportes. Nada de esto le ha valido para aprender lo que es el Estado.

Y, si lo ha aprendido, no se ha activado en él la responsabilidad suficiente como para tenerle respeto. Que es lo mismo que decir: para tenérnoslo a todos.

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4.3.14

Un ratón chiquitín

Susanita tiene un ratón, un ratón chiquitín, que come chocolate y turrón, y bolitas de anís... Este fin de semana me ponía a canturrear la musiquilla, sin darme cuenta, siempre que me topaba con las noticias del congreso del PP andaluz. Una de las veces me fijé en la letra y comprendí que (¡ostras!) de quien hablaba era de Juan Manuel Moreno Bonilla. ¡Duerme cerca del radiador, con la almohada a los pies, y sueña que es un gran campeón...!

Cuando Susana Díaz fue designada (vía dedo) como lideresa del PSOE andaluz y presidenta de la Junta de Andalucía ya se desempolvó el clásico de los Payasos de la Tele, pero realmente la letra no encajaba. Pese a las contorsiones de columnistas y tertulianos, la cosa no se sostenía. Susanita se enseñorea en el título, sí, pero no sale propiamente en la canción, ni esta dice nada de ella. Solo que tiene ese ratón chiquitín al que, además de comer lo que come, dormir donde duerme (¡y con la almohada en qué sitio!) y soñar lo que sueña, le gusta el fútbol, el cine y el teatro, y baila tango y rock and roll.

Todo un personaje, dinámico y “entusiasmante”. El mismísimo nuevo líder (también vía dedo; hay más dedos que botellines en nuestra política) del PP andaluz. A Juanma Moreno, que este es el logotipo que se va perfilando, sí que le encaja la letra. Que subraya, pese a todo, y más allá de sus jacarandosas aficiones, destinadas a brillar en los festejos, la relación de pertenencia con Susanita. Esto se repite machaconamente. Es Susanita la que tiene al ratón y no al revés.

Y además, como un bucle sin fin. Porque si llegamos y nota que observamos, siempre nos canta (¡él mismo es quien nos canta!) esta canción: Susanita tiene un ratón, un ratón chiquitín...

[Publicado en Zoom News]