22.4.14

El hielo quema

A Gabriel García Márquez se le entiende políticamente (y quizá se le absuelve) si no pensamos en él como un autor comprometido sino como un frívolo, un esteticista. Su comunismo era acrítico y ramplón: una solución personal para no sentirse solo. También abrazó a Fidel Castro para que lo quisieran. En su repugnante defensa de este dictador –que ha fomentado el atraso de Latinoamérica– había sin embargo un elemento que me enternecía: el de la amistad. Y aquí está quizá la clave: pese a sus adornos ideológicos, García Márquez era un hombre prepolítico. Primaba la calidez humana; pero no comprendía que a la calidez universal solo podemos aproximarnos por medio de la frialdad democrática.

Esta aparición de las temperaturas me lleva, sin haberlo premeditado, adonde yo deseaba: al homenaje al escritor. Yo ya no era lector de sus libros, pero en él descubrí la literatura, y por lo tanto le debo los muchos libros que he leído de otros. Su castrismo, en realidad, no ha perjudicado a mi vida; pero Cien años de soledad la mejoró. De niño me lo pasaba muy bien leyendo tebeos, alguna novela de Salgari y todas las de Agatha Christie; incluso recibí roces de los clásicos en las lecturas escolares. Pero el salto, la pasión, fue con Macondo: aquellas piedras “como huevos prehistóricos” eran también las de mi planeta inaugural. Y cuando José Arcadio Buendía llevaba a su hijo a conocer el hielo, me estaba llevando de paso a mí a conocer la literatura.

El chispazo, tras el deleite de las primeras páginas, fue justo cuando el pequeño Aureliano pone la mano en el hielo y dice: “está hirviendo”. La recuerdo como mi primera emoción puramente literaria: una revelación del mundo gracias a la palabra; una revelación, a la vez, del poder de la palabra y de la maravilla del mundo. Me deslumbró la mezcla de sorpresa y precisión. De entre todas las respuestas de Aureliano, la que menos podía esperarme era la que dio, porque era en principio la más alejada. Pero decirla no resultaba gratuito, sino ajustado: porque, en efecto, el hielo quema. Es una experiencia común, pero que la estabulación del lenguaje nos impedía formular. El arte del escritor es ese: limpiar el idioma del peso muerto para que recobre la vida y vuelva a decir. Una operación en la que también renace la realidad.

Dentro de cien años, Fidel Castro será un nombre más en la masa de “ridículos tiranos” de la América católica. Pero hay lectores que no han nacido aún y que descubrirán en la obra de García Márquez la compañía de la literatura.

[Publicado en Zoom News]