He pasado casi dos semanas en Madrid, viendo a mucha gente, contra mi costumbre, y tomándole otra vez el pulso a la ciudad en la que me gustaría vivir si pudiera permitírmelo. Ya lo hice en tres periodos (1985-1987, 1993-1994 y 1999-2005; más unos meses de 2007) y volver a ella es volver también a mi vida.
El grito de guerra en mis viajes suele ser "¡Nada cultural!", porque prefiero callejear antes que meterme en catedrales y exposiciones: no la vida embalsamada sino la que corretea. Pero esta vez me he terminado metiendo mis buenas dosis de cultura; quizá porque en Madrid a los dos días ya me he instalado en un cierto ritmo cotidiano. Los días que estoy la habito, al cabo, como si viviera aquí siempre. Con un pelín más de intensidad, eso sí.
He ido dos veces al cine, a los Ideal, para ver El hombre más buscado (la despedida de Philip Seymour Hoffman: una de las más bellas y desoladas de la historia del cine) y El niño (con la sala llena pese a ser cine español: el espectador solo busca no dormirse, y que no le prediquen). El último día estrenaron Torrente 5, del genio de los negocios Santiago Segura; pero a esa hora yo tenía teatro: la obra montada con textos de Thomas Bernhard Con la claridad aumenta el frío, que es un pastelito para los bernhardianos y un estímulo para los que quieran serlo (seguirá en el teatro de la Abadía hasta el 19 de octubre).
He ido a tres exposiciones, mientras pasaba de largo ante la de El Greco-Picasso, que venía a ser el Torrente de la pintura. En el museo Lázaro Galdiano asistí a la inauguración de Enrique Marty, evento patrocinado por los productos de Castilla y León, que pusieron un contrapunto de charcutería de la buena a los cuadros y esculturas. Una mañana de diario, tras darme un agradable paseo por el Retiro, vi la espléndida exposición del afroamericano, como se dice ahora, Kerry James Marshall en el palacio de Velázquez. Y luego la de Richard Hamilton en el Reina Sofía, que está muy bien y sobre todo contiene un documental sobre su relación con Marcel Duchamp y su reproducción del Gran Vidrio.
Estuve en dos presentaciones de libros: la de Lo que a nadie le importa, de Sergio del Molino, que hizo el cantautor Víctor Manuel (¡cierra la muralla!) en la librería Tipos Infames; y la de El compromiso del creador, de Félix Ovejero, que hizo Andrés Trapiello en La Central del Reina Sofía. A mi lado se sentó la M. de los diarios de este último, que resultó ser la persona que hace la pregunta larga de todas las conferencias. Tuvo su gracia este acto, porque en el AVE a Madrid me había estado leyendo precisamente el volumen de homenaje a Trapiello Vidario, cuyos dos mejores textos son el de Ovejero y el de ella (Miriam Moreno). Me leí además durante mi estancia el dietario Escaramuzas, de Antonio Martínez Sarrión, "el mejor poeta de Albacete", según su examigo José María Álvarez (que es de Cartagena): de un ideologicismo ramplón pero de deliciosa lectura. Y la última novela de Javier Marías, Así empieza lo malo, que se puso a la venta cuando llegué a Madrid y que a los mariístas acérrimos nos ha parecido sobrante.
A caballo entre las actividades culturales y lo que quiero contar el próximo día, estuvo la mesa redonda del Hay Festival de Segovia, con Arcadi Espada, Alfonso Armada y el excorresponsal en España (creo que entendí ex) del Frankfurter Allgemeine, Paul Ingendaay. Este empezó alertando de que su periódico estaba retirando a sus corresponsales de bastantes sitios, y la conversación siguió por el tema de la doble crisis del periodismo: la debida a la crisis económica general, y la debida a la crisis de formato por la irrupción de internet. Mientras filosofaban agradablemente, con mi asentimiento, caí en la cuenta de que he trabajado tanto para Espada (en Factual) como para Armada (en Frontera D), y que de ninguno de ellos recibí un céntimo por mi trabajo. Si bien es cierto que el segundo nunca lo prometió.
(Continuará)
[Publicado en Zoom News]