Hay una edad muy mala, que es la de Juan Carlos Monedero y que es la mía (aunque yo soy tres años más joven), en que lo que acucia, ante todo, es la salvación personal. La propia vida se presenta como un relato más o menos quebrado, en el que el principio de realidad ha estropeado el romanticismo de la adolescencia (que en estos tiempos suele prolongarse hasta muy tarde), y cada uno se las apaña como buenamente puede. Hay que ser comprensivos con todas las excusas (empezando por la mía), pero a la vez hay que exigir.
En mi panorama generacional, la más exótica de las salidas, la más egoísta en el fondo, es la de mantener el romanticismo a machamartillo. Cuando se hace en el arte me parece bien: con ello el artista se procura una protección que se traduce en obras; y no causa, por decirlo así, perjuicio público (salvo los desmanes cotidianos del que además de romántico sea un maldito). Pero cuando se lleva a cabo en la política, mi reacción es sarcástica. Hay un contraste brutal entre la prédica comunitaria, supuestamente generosa, y la visible opción personal de salvación a la que me refiero.
Donde Monedero habla de compromiso con la sociedad yo solo veo esteticismo. Esteticismo pétreo, atrincherado. Igual que en algún querido amigo que lleva meses engolfado con Podemos (y llamándome “facha”; pero nos queremos igual), tan a la desesperada que claramente lo que él ve en juego es su salvación. La justificación de su vida. Solo que hay ciertas autenticidades que ya no cuadran, porque son falsas y son una regresión. Como la autenticidad del tuno talludito o la del abuelo rockero. Monedero parece eso. Aunque más que abuelo, abuela: la abuela rockera de la ideología.
Si algo bueno empieza a tener Podemos es justamente la necesidad que su crecimiento le impone de ir transigiendo. Un proceso estricto de rebajamiento del romanticismo y de maduración. Algo de lo que Monedero ha preferido zafarse. Mi comprensión no me impide llamarlo por su nombre: narcisismo puro.
[Publicado en Zoom News (Montanoscopia)]