9.9.22

En la muerte de Isabel II

[La Brújula (Zona de confort), 1:29:07]

Hola, Rafa. La longevidad de Isabel II de Inglaterra permite pensar en la relación entre la monarquía y la vida. El monarca, que lo es por ser hijo de otro monarca, incorpora a su puesto los avatares biológicos: lo vemos de niño, de joven, de mayor y de anciano. Y, como en el caso de Isabel II, lo vemos morir. Siempre cabe la abdicación, pero el empeño de Isabel II por llegar hasta el final tenía que ver con esto: ella sabía que el misterio de la Corona se apoya en el de la vida; y el misterio definitivo de la vida es la muerte. El rey que abdica nos hurta el último acto de su representación. A los gobernantes surgidos de las urnas los tenemos (los padecemos) solo un periodo, y esto es lo democrático, lo saludable. Un gobernante vitalicio es algo insano. Así ocurría con los monarcas absolutos. En las actuales monarquías parlamentarias, en las que el rey es un mero símbolo, desaparece este aspecto dañino y queda la exposición biológica: las edades de ese hombre o esa mujer sucediéndose en su vitrina. Para el pueblo es una referencia vital: los británicos tienen asociada una imagen de la reina a sus recuerdos a lo largo de casi un siglo. Con el heredero, el ya rey Carlos III de Inglaterra, el proceso se ha dado de un modo peculiar. Llega al trono con setenta y tres años, y la vida asociada a él se ha mantenido como a la espera, sin concretarse, sin definirse. Es el patrón de los procrastinadores. Con el mal gusto que me caracteriza, celebré que se lo jugara todo por Camilla con esta exclamación: "¡Su reino por un caballo!". Pero ahora obtiene el reino y Camilla es su reina consorte. Por este lado, ¡final feliz!