Ya se vence diciembre hacia el lado de allá. En nada estaremos en el 2014, un año que terminará teniendo sus contenidos específicos pero que empieza siendo el año de los centenarios. Aquí en casa, o en un rincón de casa, el centenario cejijunto de 1714. Y en la dirección opuesta, es decir, la de Europa y el mundo, el de 1914. Están relacionados, porque una de las causas incuestionables de la Primera Guerra Mundial fue el nacionalismo. Qué papelón van a hacer nuestros catalanistas en la escena internacional del año que viene: algo así como si en una conmemoración por los muertos en accidente de tráfico se presentaran dos juerguistas disfrazados de Ortega Cano y Farruquito.
Han salido ya varios libros que analizan la Primera Guerra Mundial y/o sus causas. El que yo recomiendo es 1914. De la paz a la guerra, de Margaret MacMillan, en cuya edición española (de Turner, casi simultánea a la inglesa) he participado, lo que me ha permitido leerlo intensamente. El libro se ocupa de las causas –desde la segunda mitad del siglo XIX y, sobre todo, los primeros trece años y medio del XX–, y termina cuando comienzan los cañonazos. Su tema no es propiamente la guerra, sino la paz que se acaba.
Impresiona cuando se pone la lupa en un determinado periodo histórico que teníamos en la cabeza en forma de párrafo y se aumenta hasta las ochocientas páginas. Aflora de todo (personajes, anécdotas, sucesos, planes, informes, detalles de la vida cotidiana) y aquello se convierte en un mundo. Un mundo cargado de tensión –narrativa y vital– porque sabemos que va a ser destruido. Pero dentro de aquel mundo, como transmite con precisión Margaret MacMillan, estaban vivas todavía las posibilidades de que se evitara. Hasta el ultimísimo momento, incluso después del asesinato del archiduque Francisco Fernando, los europeos descartaban que fuese a haber guerra. Y esta confianza, este optimismo, terminó siendo otra de las causas de la guerra.
Aunque yo, sin duda sugestionado por lo que pasó al final, he hecho una lectura catastrofista, sin dar crédito a la locura de aquella Europa. Lo único esperanzador es ver cómo aquello no acabó en guerra antes. Por seguir con mi obsesión antinacionalista (¡el lector se tendrá que resignar!), es como si nos imagináramos a Arzalluz de káiser y a Mas de zar, en un contexto histórico que propiciara aún más sus delirios y con unos parlamentos que los contuvieran aún menos. El juego entre las naciones era salvaje, y todas estaban apoyadas por sus respectivos pueblos, auténticos hinchas futbolísticos de las suyas. El cóctel fatal que condujo a la Gran Guerra podría sintetizarse así: democracias imperfectas o absolutismos (según los países) + competición entre las naciones + nacionalismos (incluido el que terminó aflorando en la inicialmente internacionalista izquierda) + militares sin control civil + gran desarrollo de la tecnología bélica + opinión pública.
El papel de esta última no se puede dejar pasar. Uno de los escalofríos que produce el libro es el de la importancia de la opinión pública, azuzada sobre todo por la prensa y por los políticos. A partir de un determinado momento, las fuerzas desatadas eran incontrolables. La opinión pública de cada país terminaba restringiendo la maniobrabilidad de sus dirigentes... y por lo general para peor. El nuevo monstruo se aparece en la historia como un estómago sin cabeza. Y el resultado fatal es que, sin cabeza, luego hay menos que comer.
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PD. De lo que ha venido apareciendo sobre 1914. De la paz a la guerra, enlazo la reseña de Óscar González y las entrevistas con la autora en el Abc y El Cultural (también con su reseña).
[Publicado en Zoom News]