27.2.25

De nuevo el 'amor fati'

Me interesa la idea del amor fati, amor al destino, que emplearon los estoicos y Nietzsche, este aportando dulzura y vitalidad (reforzando lo que le corresponde al amor). Se podría entender como reconciliación con la propia historia, sin sentimentalismo, con alegría: como aceptación de su gravedad con ligereza.

Extraigo dos anotaciones de mi diario Oficio pasajero, para que estén también en el periódico.

Esta es de cuando tenía veintiocho años (1994): "Hay una sabiduría –enjundiosa y tersa– que consiste en aceptarnos a nosotros mismos y en aceptar nuestra historia de un modo total, pleno, aunque sobrio, sin alharacas ni tragedia. Eso produce una sonrisa íntima y una suerte de felicidad. Todo lo que nos ha pasado, todo lo que no nos ha pasado para llegar aquí. Ahora descubrimos que cada instante transpiraba miel: una miel translúcida y ligera que entonces no percibíamos pero que nos llega ahora, atravesando los años, con toda su dulzura. Lo que hemos vivido, sin que haya sido gran cosa, nos produce una alegría de carácter irónico, nos produce una piedad limpia, sin resentimiento. El amor fati, el amor al destino (no tanto el que nos va a llevar a otro punto, como el que nos ha traído a este), es el sentimiento que se produce en uno cuando acepta –de manera física, sensible, plena– la inocencia del devenir. Es precisamente su sustancia, su incesante pasar, lo que hace valioso el tiempo. Si se detuviera, moriría –a la vez que lo desamaríamos".

Y esta del día en que cumplí treinta y uno: "El sentido hondo, radical, del amor fati: el tiempo, la vida, nos ha traído hasta aquí, y justo de esta forma que somos; no podemos eliminar (ni eludir) ni una sola de sus circunstancias. Todo desemboca en este instante, y de otro modo no seríamos. Quejarse no tiene sentido. Implica una falta de comprensión profunda de la inocencia del devenir. (Lo que se anhela en el fondo con la queja es la repetición, la irrealidad, la muerte.) La madurez, la responsabilidad, no tiene otro camino que el doloroso –y gozoso– juego de los límites".

La sabiduría de esos dos párrafos, agudizada cuando los escribía, la he perdido a veces, incluso con frecuencia: uno alcanza momentos que se quedan en la página y no en uno. No siempre la experiencia ha ayudado: la celebración de todo lo que desemboca en este instante, cuando este instante es lamentable, resultaba grotesca. Pero hay que tener quizá visión de conjunto. Y la noción de que "también esto pasará".

Entonces vuelve la ligereza (¡el eterno retorno!): de nuevo el amor fati. Y ahí sigue Nietzsche, iluminando la ocasión: "La salud se anuncia: 1) por un pensamiento con un vasto horizonte; 2) por sentimientos de reconciliación, de consuelo, de perdón; 3) por el melancólico reírse de la pesadilla con que hemos estado peleando".

No ha sido en mi caso enfermedad física, ni psíquica, pero sí anímica. El estado de ánimo como un filtro oscurecedor. Además de los avatares biográficos, con los que hay que lidiar necesariamente, uno incurre en la debilidad de dejarse afectar por los históricos, lo que es la estupidez suprema, y peor aún por los políticos: terreno ya exclusivo de canallas. Aquí es donde hay que aplicar repliegues helenísticos o alejandrinos: sin por ello dejar de ejercer la crítica.

Hay que verse como resultado, a cada instante. Y a cada instante, qué épica (con su lírica) la que nos ha conducido a él. Cada vida es una aventura; cada vida reclama su absolución. La película de cada cual, proyectada sin pausa, y avanzando. Hasta el The End.

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