1. Los lectores saben que siento debilidad por mis detestados. Es decir, no dejo de detestarlos, pero quiero que les vaya bien: en la salud, en el trabajo, incluso en el amor. Por eso me ha alegrado el fichaje de Idafe Martín por Moncloa, gracias al cual progresa en el trabajo (un carguito oficial) y en el amor (un amor correspondido por el Poder, ¡enhorabuena!). De su salud no sé nada, pero se la deseo larga, para que nos sigamos divirtiendo. No son tan frecuentes espectaculitos antropológicos como el que Idafe nos brinda.
2. Tampoco es moco de pavo el espectáculo de los trumpistas españoles, que no cesan de pepsicolear con las bravuconas ocurrencias del presidente Trump y su vicepresidente Vance, rústico en Dinerolandia. Ahora, con la traición a Ucrania, se ha hecho trumpista hasta Podemos, que al fin está en su espacio natural junto a Vox.
3. En el canal de Pablo Iglesias (que fue vicepresidente del Gobierno gracias a Pedro Sánchez, no se olvide) salió una Irene Zugasti diciendo que La infiltrada "es una película que romantiza las infiltraciones policiales en Euskal Herria y el espionaje a la sociedad vasca. Me parece una de las películas más reaccionarias y peligrosas que se ha hecho en los últimos tiempos". ¡Criminalizar a ETA, a quién se le ocurre!
4. Confieso que la presencia del yihadista en el Congreso de los Diputados me ha dejado indiferente. Tal es mi desafección ya. Delincuentes como él hay en los escaños a cascoporro. Y con víctimas a cuestas: desde la dana, la incompetencia política española se salda con muertos contantes y sonantes. Más la correspondiente bellaquería aprovechona posterior, tanto del Gobierno de España como del de Valencia: o sea, del PSOE y del PP. Por no hablar de los diputados de otros partidos que son proterroristas o golpistas, o castristas, chavistas, trumpistas, lepenistas, putinistas o abiertamente antisemitas; no hay deyección en el mundo sin representación parlamentaria española. Como último mohicano del patriotismo constitucional, mi papeleta es tremenda ahora: defiendo la estructura institucional, pero a casi ni uno de los que actualmente la habitan (corroyéndola). Apoyo el Congreso de los Diputados, pero me da igual la fauna de dentro.
5. El 12 de febrero hizo treinta y seis años de la muerte de Thomas Bernhard. Sus disposiciones al respecto fueron deliciosas y prolongaron la fiesta bernhardiana: la fiesta del aguafiestas. El día de su muerte sus familiares debían comunicar que había caído gravemente enfermo. Dos días después, que había experimentado una espectacular mejoría. Tres días después, que llevaba muerto tres días. Entretanto, lo habían enterrado discretamente. También con algo de broma: en la misma tumba están Bernhard, su amada y el primer marido de su amada.
6. Otra efeméride: veinte años del incendio del Windsor. Yo vivía en Madrid entonces, pero no me acerqué a ver las llamas porque estaba agotado: me había pasado horas caminando con un amigo (curiosamente, el que tiempo después serviría de inspiración para el protagonista de Cicatriz, de Sara Mesa). Me tendí en el apartamento, puse la tele y supe la noticia. Estaban los periodistas del corazón, porque era la noche de Tómbola, y se notaba que trataban de redimirse hablando de algo serio. Fui a la zona al cabo de dos o tres días. No recuerdo bien lo que vi (¿un socavón o un muñón calcinado?), pero sí que era una mañana transparente de febrero, con sol frío. Yo ya estaba en las semanas que me iban a hacer abandonar Madrid, por lo que el Windsor se convirtió en el símbolo del fuego (de la calcinación) que dejaba atrás.
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En The Objective.