Cuando Fernando Trueba acudió el viernes a recoger el Premio Nacional de Cinematografía, llevaba sus deberes patrióticos ya hechos: los hizo el día en que decidió aceptarlo. Con ello mostró respeto institucional al Estado de todos, en contra de los pijos ideológicos que –ahora que gobierna el PP, al que al parecer le adjudican el Estado– han puesto de moda rechazar los premios nacionales, o mejor, presionar a los premiados para que los rechacen. Me consta, por un amigo común, que al pobre Rafael Chirbes, marxista pero sin pamplinas, lo tenían frito con esa presión. Pero se soltó de ella y también aceptó el premio. Lo hizo igualmente Juan Goytisolo con el Cervantes. Aquí, según me consta también, tuvo que "hacerle saber" al Gobierno que lo aceptaría. El Gobierno no se lo daba porque estaba convencido de que iba a rechazarlo.
Y es que aceptar los premios, contra lo que parece, no es tan fácil. Hay que tener personalidad. Thomas Bernhard decía que aceptar un premio era aceptar que se cagaran en tu cabeza. Añadía que había que aceptarlos siempre que estuviesen dotados económicamente y se tuviera menos de cuarenta años. En el caso se Trueba solo se cumplía la primera condición. Pero mi ejemplo favorito es el de Octavio Paz. A este le dieron un premio en México durante su época de la India, en que Paz andaba con las sabidurías orientales, y se le planteó el conflicto de si aceptarlo. Se lo consultó a un sabio hindú y este le dijo: "Sea humilde, acepte el premio". Es una cuestión, pues, de humildad.
Un escritor al que nunca le ofrecieron el Nobel, y que por tanto no tuvo que aceptarlo humildemente, fue Ernst Jünger. Lo traigo porque las críticas que ha recibido Trueba por declarar durante su discurso que no se siente español me han recordado a lo que dijo un alto mando alemán en la Segunda Guerra Mundial; y me lo han recordado en favor del alto mando alemán. Cuando, durante la ocupación de París, un emisario de Goebbels le exigió al coronel Speidel, bajo cuyas órdenes estaba Jünger, que forzase a este a que eliminase un pasaje de su libro Jardines y carreteras, Speidel se negó con este argumento: "Yo no mando en el espíritu de mis oficiales". A diferencia de Speidel, nuestros liberales –que, como de costumbre, resultan más conservadores que liberales–, parece que sí quieren mandar en los espíritus. Exigen que, si el Estado te da un premio y coges el cheque, además tienes que sentir.
Al director Fernando Trueba le han dado un premio por las películas que ha dirigido, no para que haga a cambio una declaración de amor, ni una proclama patriótica. Tampoco para que se guarde, si le apetece sacarlos, sus conflictos con respecto a lo "nacional". Su actitud admite una crítica de costumbres acerca del "postureo" o el afán de fondo por la salvación personal, es decir, por el autoadorno narcisista; admite incluso una reflexión sobre el síntoma sociopolítico o cultural que constituye, en nuestro anómalo contexto (fruto de una historia anómala). Pero resulta improcedente saltar de ahí a las exigencias pseudopatrióticas sobre "las cosas del sentir". Como es improcedente mezclar con esas exigencias los juicios estéticos sobre sus películas. Estas serán buenas o malas, pero es otro cantar; como era otro cantar la calidad de las caricaturas de Charlie Hebdo. La discusión que importa en ambos casos es de otro orden. Y en ambos casos tiene que ver con la soberanía personal, y con el derecho a no acoplar el discurso a instancias que exijan unos determinados contenidos espirituales.
En cuanto a mí, no sé muy bien qué es "sentirse español". De momento bastante tengo ya con serlo. Que su trabajo tiene.
[Publicado en Zoom News]