No había vuelto a Barcelona desde 2008 y la ciudad sigue espléndida. En la calle la normalidad es absoluta. O más que normalidad: naturalidad. La vida fluye a su ritmo, con la variedad y el nervio de las grandes ciudades. Siempre he visto Barcelona como un París con atmósfera mediterránea, malagueña; comparte un aire con otras ciudades portuarias que amo, como Lisboa o Río de Janeiro. Lo que se percibe es cosmopolitismo. Pegué el oído y cada cual hablaba en la lengua que quería sin problema. El uso del español era abundante. Y el catalán sonaba en un tono relajado que no es el que emplean los políticos nacionalistas. En las conversaciones había un acomodo sin roce en aras de la comunicación.
El problema está en las instituciones, y en los comercios en que el idioma se fosiliza institucionalmente. Allí hay una restricción: la pluralidad se simplifica. Estuve en la Fnac Triangle y toda la cartelería estaba solo en catalán. Los clientes hablaban entre sí en español o en catalán, y en la librería estaban todas las novedades en español y en catalán: pero la cartelería estaba solo en catalán. En la práctica no representa ningún problema, porque son idiomas parecidos. Pero en español tampoco representarían ningún problema y no están nunca en español: ese es el problema. No hay azar ni naturalidad ahí, sino una exclusión muy cuidada. Como en el instituto de un amigo profesor, al que el director le dijo que los exámenes solo podían hacerse en catalán porque "si no fuese obligatorio, doce de cada quince alumnos los harían en castellano". Una cruzada contra la realidad.
Es por estas cosas que pasan dentro por lo que las esteladas de fuera son signos amenazantes: como advertencias de curas, o de pueblerinos, contra los vicios de la gran ciudad. En el ambiente espontáneo de la calle cortaban el rollo. Una percepción bonita es que la senyera aparece ahora, por contraste, como pulcramente constitucional. Algo así como la bandera española sin aguilucho. No predominaban, con todo, las esteladas en los edificios: eran mellas minoritarias. No dejaban de ser una cortesía del habitante: la señal de que ahí vivía un tío tostonazo, puesta por él mismo. En una fachada vi algo que quise interpretar como sintomático. En el balcón del segundo había una estelada gastadísima, de un independentista que llevaría lustros con la tabarra. Mientras que en el balcón de abajo había una recién estrenada: como si el vecino del primero quisiera congraciarse con el de arriba de repente, por lo que pudiera pasar...
El viaje lo hice (desde Madrid) con la editora de Turner, Pilar Álvarez, para asistir a la presentación de la Historia mínima de Cataluña que ha escrito Jordi Canal. El libro es una síntesis pulcra, racional, que por simple pulcritud y racionalidad va desmontando al paso los mitos y leyendas del nacionalismo. En la presentación se recordó una frase del prólogo: "Cataluña es una sociedad enferma de pasado". Pertenece a Ricardo García Cárcel, que participó en el acto junto a Francesc de Carreras, Valentí Puig y el autor. Todo fue bien, las intervenciones fueron buenas; pero se coló el monstruo un momentín. La editora y García Cárcel hablaron en castellano. A continuación Puig y Carreras hablaron en catalán. Por último tomó la palabra el autor, que, tras decir unas frases en catalán, pasó al castellano. Una transición suave, como habían sido las anteriores. Pero entonces alguien a mis espaldas refunfuñó: "¿Es extranjero o qué?". Era un hombre como de sesenta años, malencarado y canoso. "Es de Olot", le respondió la editora, que estaba cerca. "¿Pues entonces por qué no habla en catalán?". La cosa no fue a más (el hombre desistió, regañado por el público), pero ahí estaba el monstruo: la máquina de fabricar extranjeros que es el nacionalismo.
Esa es la paradoja: el nacionalismo tiene el empeño de convertir en extranjeros a los que, justo por no padecer la tara del nacionalismo, encarnan mejor el espíritu abierto de la ciudad. Comí con cuatro amigos barceloneses (dos de nacimiento, Albert de Paco y Gispert; y dos de adopción, Hernández Busto y Lapuerta) y la conversación resultó deliciosa; se ajustaba a lo que Gabriel Ferrater le pedía a una poesía: que fuese "clara, sensata, lúcida y apasionada; en una palabra, divertida". A la copa se incorporaron Pablo Planas y Oriol Trillas; este, tras despotricar maravillosamente contra el nacionalismo de su ciudad, se puso a hacerlo contra la feria de la mía, donde había estado este verano: "¡Pero qué guarrada habéis montado en Málaga, es impresentable! ¿No os da vergüenza? ¡Sois unos cochinos!". Le di toda la razón, partido de risa.
Por la noche, tras la presentación, estuvimos con amigos cubanos de Hernández Busto, que también llevaban mucho viviendo en Barcelona y veían la situación con pesimismo. Baqueteados por la historia, guardaban pocas esperanzas, aunque de momento predominaba el humor (un humor punzante, sarcástico). Permanecía callada la de más edad, Mónica Sorín. Cuando se le pedía opinión, era Casandra: lo peor se cumpliría. Es autora del libro Cuba, tres exilios. Memorias indóciles. Se está temiendo el cuarto.
Al día siguiente fue la Diada. Nos íbamos de Barcelona por la tarde, de manera que solo pudimos ver los ribetes de la gran marcha: unos habitantes de la ciudad manifestándose no ya contra "España", sino contra los otros habitantes de la ciudad. Ya estábamos en campaña y los candidatos de Junts pel Sí lucían en los carteles como remozados: en tonos claros, juveniles, dispuestos a arruinar el país con cara amigable. Ramblas abajo el ambiente era festivo, siempre que nadie se saliese del tiesto. Nadie se salió. Había paquistaníes vendiendo banderas, como el día anterior vendían paraguas cuando se puso a diluviar.
[Publicado en Zoom News]