Con nuestro presidente Sánchez ha ocurrido igual. Ya, ya sé que no es un tirano; aunque también sé que no por falta de ganas. En estas comparaciones siempre hay quienes, puntillosos, señalan las diferencias. Estas desde luego existen, porque lo que se establece no es una relación de identidad: en las comparaciones lo que se compara es lo comparable y no lo otro. Aquí lo comparable es el estupor (del dictador o del presidente democrático) ante el abucheo (directo o por medio de las urnas) de la gente que él suponía que lo amaba; la burbuja, blindada, exterior o interior, se lo hacía suponer. Sánchez no será fusilado (he aquí otra diferencia, no menor), porque esto no es una dictadura, vigente o en crisis. Simplemente perderá el poder el próximo 23 de julio por el procedimiento establecido en las democracias: unas elecciones generales.
Su comparecencia del lunes por la mañana, tras el descalabro de su partido y todos sus socios menos Bildu (el crimen se premia en el País Vasco), dio la medida del personaje. Ya la había dado, de hecho, en la misma noche electoral, en que, pese a haber convertido las elecciones municipales y autonómicas en un plebiscito sobre su persona, no compareció en la sede del PSOE. La persona se ausentó. Y reapareció, contrariada, a la mañana siguiente con una rabieta que sus partidarios se pusieron en seguida a celebrar como audacia, el golpe astutísimo de un Napoleón, encima alto y guapo. En esto han quedado nuestros politólogos. Sánchez se lo ha creído, porque en su intervención de ayer miércoles ante los parlamentarios de su partido, que lo aplaudieron a rabiar, ya era el caballo loco de la resiliencia que ha sido durante todos estos años.
Entre tanta aclamación de los suyos, Sánchez no ha podido enterarse de que los españoles quieren que se vaya. Se lo volverán a repetir, ya sin filtro, el próximo verano en plena canícula. Tal vez entonces comprenda que los españoles no quieren que decidan nada relativo al destino de España los independentistas catalanes (no inocentes de golpismo), los herederos de ETA (no incompatibles con la violencia política ni el asesinato) ni los populistas guerracivilistas (excitadores de bajos instintos políticos, alentadores de discordia).
Esto no lo ve Sánchez, ni lo ve el PSOE, ni lo ven nuestros politólogos. Y eso que es una carta de Poe truculenta: no se trata ya, como en el relato, de un sobrecito en un aparador, a la vista de todos pero discreto; se trata de muñones sanguinolentos, no solo a la vista de todos sino también al olfato de todos, por su pestilencia.
Naturalmente, para exculpar la propia aberración hay que proyectar aberraciones en el otro. Así que viene la ultraderecha. Nuestros politólogos lo certifican.
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En The Objective.