26.7.23

Elogio del extranjero que no se integra

No faltan en la Costa del Sol los cuchicheos sobre los extranjeros que no se integran. «Lleva treinta años aquí y no sabe una palabra de español», dicen (¡decimos!) a veces los lugareños. El guiri que no habla español es el guiri perfecto. Aunque por otro lado se le deja en paz. Esos extranjeros viven sin ningún problema. Lo prueba el propio hecho de que no hayan necesitado aprender el idioma. Al final son un contrapunto exótico que nos vuelve exóticos a nosotros también. «¿Cómo nos verán?», nos preguntamos de tarde en tarde. Para los malagueños que nacimos en los años sesenta, con el boom turístico en marcha, ellos han formado parte de nuestra vida, de toda nuestra vida. Junto con las horrorosas construcciones del litoral (las llamo horrorosas, pero les tenemos cariño, casi las amamos), ellos han estado siempre en el paisaje. Carecemos de una memoria sin extranjeros.
 
Hace ya tiempo que, en realidad, fantaseo con haber sido uno de ellos. Creo que la primera vez que sentí el encanto de su condición, su potencial estético, fue cuando leí una respuesta de Thomas Bernhard a Krista Fleischmann en el libro de conversaciones entre ambos (Thomas Bernhard. Un encuentro, Tusquets). Le pregunta Fleischmann al escritor austriaco en la de 1986 en Madrid: «¿Y por qué le gusta tanto venir a Madrid, a España?». Y dice Bernhard: «Eso tendría que preguntárselo a mi talante. Probablemente por el idioma español, me gusta oírlo, y porque siempre hay que sumergirse en una lengua extranjera como en un baño, donde se entiende lo menos posible pero se oye mucho. Eso es para mí el español. No entiendo casi nada, pero me gusta mucho escucharlo. Por eso leo también periódicos españoles, porque no comprendo casi nada. "La crisis en Austria", pone ahí, pero eso, en España, tampoco le interesa a uno. Lo mismo que, a la inversa, si un español estuviera en Viena, tampoco le interesaría que hubiera una crisis en España».
 
El último viaje de Bernhard, dos años después de aquella entrevista, fue a Torremolinos, cuyo mar fue su último mar. Aquí, a finales de 1988, enfermó definitivamente y regresó a Austria, donde murió a principios de 1989. En mis peregrinaciones al paseo marítimo donde se encuentra el hotel La Barracuda, donde Bernhard se alojó, he pensado con frecuencia en cómo nos vería desde ahí, exento del idioma y lo que somos, una pura sensorialidad extraña, extranjera. Los malagueños como decorado móvil de sus paseos; presencias con las que no podía (ni quería) comunicarse. Solo el intercambio de servicios con los camareros y demás empleados, tal vez la pregunta por la calle de alguna dirección. Una geografía, para él, desalojada de gente. Un cuerpo inmenso reducido a lo que ofrece la percepción, porque no se entiende lo que dice (incluida la percepción del sonido del idioma que no se entiende). Qué descanso, pienso. Qué felicidad.
 
Eso que se dice sobre Sevilla («Sevilla sin sevillanos, oh maravilla»), pero sobre Málaga: y no sin malagueños, sino con los malagueños presentes pero indescifrables. Trato de imaginar la experiencia, yo enajenado de mí mismo: sin mis recuerdos de aquí ni el conocimiento del idioma. Málaga como puro artefacto sensorial, sin referentes. El mar, la luz, la suavidad, la brisa. Y los transeúntes que pasan sin yo entenderlos. Un vino blanco en un chiringuito y olvido. No tengo recuerdos de ninguna niñez aquí, vivo en un presente limpio. Las olas, el sol, el horizonte azul. Ser extranjero porque del país en el que se está se toma solo el escenario: pero un escenario acariciante, no pasivo. Una mentalidad de turista, sin duda frívola, superficial, pasajera. Aunque se sea un turista permanente que lleve aquí treinta años. Málaga (la Costa del Sol) como una piel, solo una piel. Un cuerpo que calla. Y se ofrece.
 
En esa situación no sería ya, como dice Bernhard, que no te interesasen las noticias de Austria estando en España, sino que no te interesasen las noticias de España estando en España. Una purificación de la actualidad, una absolución del tiempo pequeño por el tiempo grande. Sería una experiencia antipolítica, o exterior a la política. Aunque curiosamente de una pujante rebeldía política: contra esos nacionalistas lerdos a los que les irrita que no se use su lengua y ponen multas; contra todos los fijadores, contra todos los constrictores, contra todos los empequeñecedores. Pero se trataría de una protesta sin énfasis, sin autoconciencia. Una liberación. No integrarse, mantenerse como un extraño. Ser el extranjero absoluto: ese sería mi ideal. 
 
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En Jot Down (del especial Málaga).