[La Brújula (Opiniones ultramontanas), 1:10]
Buenas noches. Se ha escrito y hablado mucho del libro de Luisgé Martín sobre el parricida José Bretón, también en nuestro programa. Tengo claras dos cosas: una, que el asesino se ha servido del autor para seguir haciéndole daño a la madre de los niños asesinados; otra, que el libro no se debe prohibir. Aquí solo me quiero ocupar de un aspecto relacionado con esto último: el de esas librerías que se iban a negar a vender el libro… antes de que la propia Anagrama haya aplazado sine die su publicación. Creo que la editorial se equivoca y que intenta aplacar a los lectores que ella misma ha maleducado. Pero el impulso censor de las primeras me ha sorprendido. De pronto me he dado cuenta de que está relacionado con la proliferación de librerías cuquis, esas tan bonitas y tan bien cuidadas en las que no hay modo de quitarse al librero de encima. Igual que los restaurantes en que el chef te pregunta a cada sorbo de la sopa. Reconozco que yo tengo una relación un tanto neurótica con las librerías. Las adoro, me dejo mi sueldo en ellas, pero no quiero que el librero me importune. Entro furtivamente, busco mis libros, sin preguntar jamás, los pago y me voy. Mi librería perfecta es la librería funcional, en la que el librero es un aséptico funcionario que no se mete en mi vida ni en mis gustos. Pero cada vez hay más libreros que se expresan y manifiestan su exquisita sensibilidad, y lo que es peor: intentan contagiártela. Y además, editorializan en sus estanterías. El reverso de tanta bondad exhibida no podía ser otro que la ocultación de los libros considerados malvados. El conflicto moral que plantea El odio, de Luisgé Martín, no puede solventarse mediante la prohibición o el boicot. No son las librerías las que deberían decidir, ni siquiera (ya) la editorial, sino los lectores.